¡Resilientes, señores!, ¡resilientes!

¡Resilientes, señores!, ¡resilientes!

Nuestro país ha experimentado el dolor desde hace décadas. Pero la adicción a los 'likes', el "sé feliz" y la excesiva resiliencia hace que filtremos esa tristeza

Por: DAVID NAVARRO MEJIA/ NEVIS BALANTA CASTILLA
agosto 18, 2021
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¡Resilientes, señores!, ¡resilientes!

1. El dolor ha invadido la sociedad colombiana. Parece que fuera así desde nuestra fundación como país. Es uno de esos sentimientos que nos constituyen como sociedad, como lo son la ira y la alegría por igual.

Dice Byung-Chul Han que una sociedad en la que se vive se revela por la relación que tiene con el dolor. Interpretar, pues, las señales del dolor, constituye una tarea que posibilita el entendimiento de la sociedad. Ante esa perspectiva, sin embargo, hoy parece que prevalece una fobia al dolor o algofobia, sostiene el autor citado.

La consecuencia de ello, según Han, es que cada vez se deja menos margen a las controversias y conflictos que podrían generar confrontaciones dolorosas, quizá, se nos antoja a nosotros, una aseveración que en Colombia encuentra reiterados ejemplos de que aquí tal presunción no encuentra asidero alguno.

El caso de Han es, no obstante, el caso de un pensador que le habla al presente desde reflexiones filosóficas que discurren en una lengua clara, pero nada carente de rigor. Su prosa, muy de cierta tradición de escritura de Oriente que discurre con brevedad, supone un desafío para el pensamiento de la actualidad.

Señala este pensador sui generis que el dolor no es un problema meramente médico o terapéutico, como suele vérsele. Es hoy día un asunto de política y cultura. Por eso cree que el afán de consensos y acuerdos a priori, trátese de la sociedad que sea, no es más que una especie de analgésico político que les quita vitalidad.

Esto se traduce en el afán desmedido por evitar e invitar a sustraernos de los pensamientos negativos, lo cual ha dado paso a la llamada psicología positiva, una de cuyas versiones más degradadas es la versión que nos ha invadido mediante un rosario de libros de autoayuda, cuyo inventario hoy ya no podemos precisar y que, en los últimos años, con una suerte de vulgata de coaches de la cual brota una pose juvenil que muchos muestran, no puede ocultar cierta ignorancia estudiada que suele acompañar a quienes pretenden entrenar el espíritu y las mentes de gente ansiosa que presumiblemente no le encuentra sentido a su existencia. Signo también de la llamada happycracia.

Por tanto, el signo y el analgésico del presente, expresa Han, es el me gusta que reclamamos con afán en las pantallas de nuestros celulares. La mejor pose de nuestra foto en playa, en un restaurante u otro lugar reconocido que le permita al mundo saber que existimos, que estamos y somos parte de este mundo, incluso para quienes ya han partido a la eternidad.

El afán de evitar el dolor también nos ha llevado a la cultura de la complacencia, justamente esa que se nutre de buenas noticias aún de donde no las haya, aún con la gravitación permanente del dolor que ha generado la pandemia.

Ese afán ha cundido tanto que, incluso, dice Han, el arte que siempre resultó chocante y pertubador, molesto o doloroso, hoy a muchos les resulta incómodo, pues se espera que este hoy genere bienestar, debería ser una especie de adorno costoso que sede los sentidos, que evite el cuestionamiento o interpele la conformidad de la sociedad.

En cualquier caso, lo que Han cuestiona de lo que llama la sociedad paliativa es aquella obligación de ser feliz a la que se nos conmina, o cuando menos, ser esa palabra que se convirtió en santo y seña de la valentía de hoy: ¡Resilientes, señores!, ¡resilientes!  En palabras de Han, la nueva fórmula de dominación es "sé feliz". (p. 23). Un mandato que igual que evitar el dolor, se trasmite socialmente, se hace hábito y, por allí, se hace cultura.

Se creería que la felicidad excluye el dolor. Muchos ejemplos, sin embargo, muestran que no es posible. De hecho, aunque resulte paradójico cantamos, pintamos o escribimos el dolor. Y lo hacemos porque nos ofrece la catarsis necesaria, la levedad que nos pide el cuerpo y el alma ante la pesada supervivencia que nos programa la sociedad del presente, la de la pandemia y la vigilancia digital.

Cantamos, por ejemplo: ya yo no contengo este amor en mi alma / tengo que cantarlo por consolación / serás melodía de noches calladas / porque hace unos meses te llevo en mi voz / y algo se aligera en nosotros, la pena se aleja.

Es la maravilla del acto creativo: filtrar el dolor o la tristeza por el tamiz que nos ofrece el arte, sea del carácter que sea. Que el sufrimiento nos mueva a actuar, a una ética del dolor. Es también lo que nos muestra Han en su último libro, un texto breve e intenso, como lo son la mayoría de sus obras.

2. El dolor es narrable y por extensión necesita expresar su historia, que fluya y encuentre su cauce como un río. Que no se limite a dosis de fármacos, a lo cuantificable de cuanto analgésico y sedante nos prescribe la medicina. Este tipo de cura lo puede aceptar el cuerpo, pero no el alma ni el espíritu sosegado por el que vamos en pos de liberarnos del dolor. Ningún sedante puede curar la enfermedad crónica de nuestros dolores sociales.

Nuevamente viene a nuestra memoria el personaje de una vieja serie: Mr. Spot, ese personaje todo él insensible, toda su figura ya de otro mundo, una que se coloca al margen de nuestro mundo cotidiano y real. No podemos ser Spot.

Colombia, lo repetimos recordando a William Ospina —un escritor incómodo y quizá repetitivo (¿no lo son la mayoría, o todos?) para cierta élite intelectual y artística— es un pozo de dolor. El quid del asunto es que por nuestro territorio ese pozo ya se encharcó, se convirtió en agua estancada que hace rato expele un olor nauseabundo que a todos nos toca, pero del que muchos no quieren darse por aludidos, enfebrecidos como están por la felicidad que quieren exhibir y publicitar en el universo digital.

Un universo que hoy nos recluye y nos aprisiona en las pantallas bajo el influjo invisible pero fortísimo de algoritmos que, cual hilos, nos mueven como alegres saltimbanquis, como risueños pinochos en los que se nos nota demasiado la nariz, como ingenuos cascanueces: el drama que se cuela en nuestras palabras, en nuestros gestos, en el semblante, no desmiente el dictamen del dolor humano que nos define como sociedad.

Pero no ya esa sociedad paliativa que describe Han, el pensador oriental que, en mi opinión, viene abriendo nuevos caminos para repensar el presente, el capitalismo de consumo que nos devora y en el que, pese a vivirlo desde la superficie de las pantallas, hoy estas parecen ahogarnos aunque nademos en las orillas llanas de sus playas.

    

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