Jorge Villamil, el compositor que le jugaba bromas a la muerte

Jorge Villamil, el compositor que le jugaba bromas a la muerte

El 6 de junio se cumplen 90 años de su natalicio. Lo celebramos con una entrevista de antología y un homenaje al ritmo de bambuco

Por: Ricardo Rondón Chamorro
junio 04, 2019
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Jorge Villamil, el compositor que le jugaba bromas a la muerte
Foto: Congreso de la República

El compositor más cantado de Colombia, Jorge Augusto Villamil Cordovez (como cita su fe de bautismo), con su humor desparpajado y en su lecho de enfermo, se toma sus licencias para jugarle bromas a la parca.

En más de una ocasión, la esquelética se ha asomado indiscreta en sus aposentos, o en las habitaciones de las tantas clínicas por las que ha pasado. Lo ha rondado sigilosa y después de darle vueltas, resuelve regresar a su tenebroso reino de tinieblas, sola, o con cualquier otra alma desperdigada que se le haya enredado en su guadaña.

La última vez que la muerte se le reveló al consagrado letrista y folclorista huilense, fue en enero de 2005.

De eso puede dar fe Anita Castro, su enfermera de cabecera de toda la vida:

“Fue muy duro, creí que esta vez se nos iba. Sufrió una isquemia cerebral. Los médicos no nos dieron esperanzas. Como sería que en Neiva ya le estaban preparando la cámara ardiente. No podía hablar, no reconocía a nadie, se le dificultaba  respirar, no pasaba bocado. Yo no hacía más que orar y llorar amargamente”.

“Llegaron muchas personas a visitarlo, entre ellas, dos hermanas ancianitas que han sido sus mejores amigas. Como el doctor no distinguía a nadie, las viejitas se fueron bañadas en llanto, muy deprimidas. Sólo esperaban la hora de su funeral”.

“Al tercer día de estar moribundo, el doctor volvió a cobrar vida. Fue un milagro. Lo primero que hizo fue sonreírnos, porque es que él ni en los instantes más emergentes de su enfermedad ha dejado de burlarse, de hacer chistes, de tomarle el pelo a la gente. Y a la muerte”.

Eso también pudimos comprobarlo aquella tarde veraniega de noviembre de 2009, cuando fuimos a visitarlo a su residencia del norte de Bogotá.

Reposaba en su alcoba sencilla, en su lecho de frazadas delgadas, un solterón para colgar la ropa, un velador con la lámpara encendida y, sobre el nochero, un vaso de vidrio con un jugo de naranja, acompañado de un platico dulcero con un par de galletas dietéticas. ¡Ah!, y el televisor de 27 pulgadas que pasaba las justas de patinaje de los Juegos Centroamericanos.

Recién había llegado el maestro de la tortuosa sesión de diálisis a la que él dice haberse acostumbrado en un ejercicio similar como el de cambiarse el pijama.

Estaba embebido frente a la pantalla con la Chechi Baena y con los jóvenes campeones de patinaje.

—Maestro, le digo—, da la impresión de que usted se haya adaptado a su enfermedad como si conviviera con una hermana calavera.

“Bueno, tengo una ganancia —pronunció con su habitual chispa—. Soy médico y por eso sé por dónde va el agua al molino. Esta enfermedad, la de la diabetes, es una de las más traicioneras y silenciosas que existen. Si no te das cuenta, si no la descubres a tiempo, acaba contigo. Además es un mal de ricos. Yo, que no lo soy, gasto un promedio de entre cuatro y seis millones de pesos en diálisis y en tratamientos”.

“La diabetes es una enfermedad demoledora. Te daña todos los órganos. Te puede dejar ciego. Afecta todos los sistemas. Te tumba la dentadura. Mejor dicho, te jode hasta el pipí”.

“Yo soy un enfermo terminal. Hace cuarenta y cinco años que estoy luchando con esta hermana calavera de la que tú hablas. Sí, he tenido momentos muy aparatosos, pero hasta el momento no me he dejado vencer. La muerte ha insistido varias veces y yo le mamo gallo. Algún día resolverá cargarme. Para ese entonces la recibiré con la más absoluta tranquilidad, porque hice lo que quise y me siento muy satisfecho. Sólo quiero que me lleve en paz”.

Anita, que es oriunda de Pitalito (Huila), una mujer blanca, de rostro agradable, robusta y vigorosa, ingresa a la habitación para ofrecernos café.

Con la infusión humeante empieza una tertulia que se prolonga por más de dos horas, donde el ilustre  médico y compositor opita narra, con lúcida memoria y en detalle, su vida pródiga y fecunda como letrista, folclorista, facultativo de la medicina especializado en traumatología, esposo, padre y colombiano pródigo en las artes de la inspiración para honra y orgullo de la música colombiana.

Villamil hace hincapié en ese pasaje providencial que despertó su inagotable sed musical: la polifonía mañanera de aves de distintas especies de la hacienda El Cedral, entre los municipios de Tello y Neiva, donde nació el 6 de junio de 1929.

“A la par del canto de los pajaritos de la hacienda de mi padre, Jorge Villamil Ortega, cultivador de café, a mí me arrullaron con El Guatecano, de Luis A. Calvo. En ese entonces la radio era una ilusión. Mi papá gozaba de un refinado gusto musical. Al lado de él, desde muy pequeño, yo aprendí a amar el bambuco, la guabina, el torbellino, el rajaleña, la cumbia, el porro, o lo que yo llamo las franjas primigenias de nuestra música, que es lo que debemos cultivar y defender”.

“En ese tiempo, el bambuco era para las fiestas del pueblo. Te estoy hablando del bambuco raspacanilla y el paloparado. Esos eran los ritmos de la gran masa. El de la alta sociedad, el que se tocaba en los clubes y en las pomposas reuniones sociales era más romántico, no para bailar sino para oír”.

“Yo crecí en medio de ese remanso de bambucos y torbellinos, en un ambiente sano como es la vida del campo, con esos amaneceres olorosos a guayaba y a pasto recién mojado por el rocío”.

“Yo montaba a caballo, hacía vaquería, me envalentonaba con las muchachas bonitas el pueblo. Me eché los pantalones largos a la edad de doce años, cuando advertí que el pipí se me salía por los cortos (pantalones)”.

No podemos evitar la carcajada. El maestro Villamil toma aliento, abreva un sorbo de café y prosigue:

“La primera canción la escribí a los seis años. Pero me costó una pela”.

—¿Por qué maestro?

“La titulé Pajarito copete verde, y se remite a una  anécdota: No sé por qué se me ocurrió jugarle una broma a mi hermana Gabriela. Le dije que había descubierto en la finca un nido de copetones verdes y que uno de ellos muy chirriquitico, me había inspirado una canción. Como a las mujeres las mata la curiosidad, me pidió que le mostrara el nidito. Yo la llevé hasta un palo donde lo que había era un nido pero de abejorros. Ella se trepó, metió el dedo y ya usted se imaginara cómo la dejaron. Cuando mi padre se enteró, me pegó una cueriza que todavía me duele”.

A los doce Villamil Cordovez años partió a Bogotá a estudiar bachillerato. Fue alumno lumbrera. Tenía una capacidad de aprendizaje y una memoria prodigiosas.

En 1954 se recibió como Médico cirujano de la Pontificia Universidad Javeriana y luego hizo un postgrado en Traumatología y Ortopedia en el mismo centro docente. Tiempo atrás, su talento y virtuosismo musical daba cuenta de un buen cartapacio de melodías del más puro y auténtico costumbrismo colombiano:

El Barcino, Oropel, Al sur, Los guaduales, La mestiza, Soñar contigo, Sabor de mejorana,, Si pasas por San Gil, Los Remansos, Ven, acompáñame, La hierba mora, Llamarada, Quindío es mi paraíso, El ñeque ñeque, Lo he leído en tus ojos, Victoria Regia, Si llegaras a olvidarme, Los nidos, Espumas, Lucero de la tarde, Vieja Hacienda de El Cedral, Acíbar en los labios, Luna roja, Noches Plateñas, Mirando al Valle del Cauca, La Trapichera, El Peregrino, Tambores de Pacandé, Adiós al Huila, Amor en sombras, Neiva (su primer porro), La zanquirrucia, entre más de 200 obras que le valieron el título honorífico de El Compositor de las Américas, y un palmarés no sólo en Colombia sino en el extranjero, desde la Estrella de Oro Philips, la Palma de Oro en Hollywood; el Premio de la Asociación de Periodistas del Espectáculo de Nueva York, el Homenaje de las Naciones Unidas, la Cruz de Boyacá en el grado de Gran Oficial, la Orden de Oro, de Moscú; el Gallo de Oro, de Brasil, y la Orden del Centenario del Huila, entre otros.

En su biografía, Las Huellas de Villamil (2002), el periodista huilense Vicente Silva Vargas registra la obra del prolífico compositor en seis grandes apartados: clásicas (Oropel), románticas (Acuérdate de mí), descriptivas (Portón de la frontera), crónicas (Llano Grande), folclóricas (Llegó el San Pedro) y las producidas con otros autores.  A su vez, clasifica por ritmos las 172 melodías que Villamil tiene registradas: treinta y un valses, veinticuatro pasillos, veinticuatro sanjuaneros, veintitrés bambucos, diecisiete boleros, quince rajaleñas, ocho pasajes, cinco guabinas, cinco bambucos fiesteros, cuatro cañas, cuatro porros, tres paseos, dos cumbias, dos baladas, dos boleros morunos, un bolero ranchero, un calipso y un pasodoble.

Cuando se habla de que el maestro Villamil es el compositor más cantado en Colombia, de una lista de intérpretes, duetos y agrupaciones,  que sobrepasa los 150 (Garzón y Collazos, Silva y Villalba, Arteaga y Rosero, La Gran Rondalla Colombiana,  Los Tolimenses, Los Hermanos Martínez, El Dueto de Antaño, entre otros); también lo es como uno de los pilares musicales colombianos más sonados en el extranjero (Los Chalchaleros, Paul Muriat, Frank Pourcel, el Conjunto Típico Argentino de Roberto Mancini y Juan Carlos Godoy, Jean Michel Caravelli, las Sinfónicas de Moscú, Tokio y Colombia, la Orquesta Venezolana de Aldemaro Romero); agregado a magistrales versiones de solistas como las de Lucho Ramírez, Carlos Julio Ramírez, Víctor Hugo Ayala, Julio César Alzate, Billy Pontoni, Eugenio Arellano, Alci Acosta, Berenice Chaves, Helenita Vargas, Isadora, Beatriz Arellano, Carmenza Duque, Claudia de Colombia, y pare de contar.

Anita regresa a la habitación del maestro Villamil para tomarle el pulso. Lo hace una doce de veces al día. Basta un movimiento afirmativo de cabeza para despejar dudas.

—¿Le traigo otro cafecito, doctor?

“No, más bien le recibo otra de esas galleticas ricas que me trajo. Gracias, Anita”.

En la televisión anuncian que los colombianos volvieron a bañarse en oro, en patinaje.

“Esos muchachos son unos verriondos. Qué alegría que le dan a Colombia con esas hazañas”, musita.

El maestro, tocado por el triunfo, pero también por la nostalgia, canturrea El Barcino, una de las letras emblemáticas de su ambicioso repertorio:

Esta es la historia de aquel novillo / que había venido allá de la sierra... / de bella estampa, mirada fiera, tenía los cuernos, punta de lanza / Cuando en los tiempos de la violencia / se lo llevaron los guerrilleros / con ‘Tirofijo’ cruzó senderos / llegando a El Pato y a El Guayabero…

—Maestro, ¿cómo nació El Barcino?

“Esa es una historia bien simpática. Era un novillito bien arrecho que teníamos en la finca, y que una noche unos cuatreros se llevaron para sacrificarlo y comerlo. La nostalgia por la pérdida del animalito me motivó a escribir esta canción, que entre líneas narra los albores de la guerrilla con su máximo representante en el Huila, Pedro Antonio Marín, más conocido como Manuel Marulanda o Tirofijo, que fue jornalero de mi padre en El Cedral, y que lideraba las cuadrillas de trabajadores reinsertados de la violencia. Tiempo después me reencontré varias veces con él para conversar sobre la reconciliación nacional, pero Tirofijo estaba muy envalentonado. Ya pertenecía a otra estirpe”

—¿Y Llamarada?

“Esa letra se la escribí a una pareja amiga del Tolima que decidió divorciarse, pero sin las disputas y los agarrones que se ven hoy en día. Cómo sería de efectiva la letra que hicieron con esa música la repartición de bienes. Así de elegantes deberían ser todas las disputas conyugales”.

—¿Usted es viudo, maestro?

“Sí, hace veinticinco años que mi Olguita (habla de doña Olga Lucía Ospina Serrano, la madre de sus dos hijos, Jorge y Ana María) se me fue”.

—¿Y no se volvió a enamorar?

“Después de ese golpe tan duro y con esta enfermedad, ya es muy difícil pensar en eso”.

—¿Cuál es su visión de la vida, maestro?

“La vida no es más que un instante entre dos eternidades”.

—¿Y de la muerte?

“Es ese más allá que todo el mundo espera”.

—¿Le tema a la muerte?

“¡No!, hombre, con todo lo que me he burlado de ella...”

—Jesucristo dijo antes de expirar: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. ¿Qué se le ocurriría decir a usted?

“Bueno, me voy a descansar, que me sirvan un aguardiente, me pongan El Barcino y me dejen morir en paz”.

 

Recorriendo a Villamil

Vieja Hacienda de El Cedral, 

Donde nació Villamil, raíz de nuestro folclore,

Nadie en su entorno pensó, que un niño de la región,

Donde el gualanday florece, llegara a ser el mejor

Juglar de nuestra nación.

El bardo anidó en su sueño, la joven garza morena,

esa que en parajes yermos, padece y muere de pena,

y su inspiración creó Los Guaduales con alma,

tiernos árboles que lloran, porque la vida es amarga.

De su pluma un día brotaron, tristes espumas de río,

Copos de fino algodón, maltratados y afligidos,

Grumos de nieve dolida, que silenciosos se van,

Para no volver jamás, de un océano de olvido.

Y en un canto pleno de verdad y vida, Villamil aseveró,

Que triunfos como riquezas, que tengan sabor a miel,

Nunca serán como el oro, por ser grumos de oropel,

Amores que nada valen, y mucho van a doler.

Al sur de las aguas mansas y bajo la Luna roja,

En el canalete viaja, La trapichera más linda, del territorio del Huila,

Va llorando por amor, porque en una Llamarada,

Se quemó su sentimiento y se acabó su ilusión.

Por eso en los aserríos, en noches de azahares,

Hay Acíbar en los labios, de la hermosa Zanquirrucia, 

Y el pájaro copetón, vuela en busca de otro nido,

Mientras El barcino brama, maldiciendo a Tirofijo.

* Letra: Fabio Polanco / Ritmo: Bambuco / Música: Jorge Zapata Espinosa / Intérprete: La Gran Rondalla Colombiana

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