Este el verdadero problema de aumentar el salario mucho más allá de lo que la economía aguanta

Invocar a Keynes para un alza del salario mínimo del 23,7% expone un dilema: estímulo a la demanda con riesgos de empleo, informalidad y costos fiscales

Por: Samuel Fierro García
diciembre 30, 2025
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Este el verdadero problema de aumentar el salario mucho más allá de lo que la economía aguanta

John Maynard Keynes nunca fue un apologista de la temeridad. Defendió, ciertamente, la intervención del Estado, el estímulo a la demanda agregada y la protección del empleo frente a las fallas del mercado; pero también sostuvo que ninguna política económica puede desligarse de sus condiciones materiales, de su contexto productivo ni de sus efectos secundarios. «Lo difícil no es aceptar ideas nuevas, sino escapar de las viejas», escribió en La teoría general. Sin embargo, tan problemático como aferrarse a dogmas superados resulta invocar a Keynes para justificar decisiones que él mismo habría considerado imprudentes.

El decreto mediante el cual el presidente Gustavo Petro fijó el Salario Mínimo Legal Vigente para 2026 con un aumento del 23,7 %, llevándolo a dos millones de pesos —incluido el auxilio de transporte—, plantea precisamente este dilema: un keynesianismo presente en el discurso, pero tensionado en la práctica. No se trata de cuestionar la legitimidad de aumentar el salario mínimo por encima de la inflación. De hecho, esa política, aplicada con moderación en los últimos tres años, fue coherente con la lógica keynesiana de recuperar el poder adquisitivo, dinamizar la demanda interna y amortiguar tensiones sociales en una economía desigual. El debate, entonces, no es el “sí”, sino el “cuánto” y el “cómo”.

Desde la teoría keynesiana, el salario es simultáneamente ingreso y costo. Su incremento puede expandir el consumo, pero también afectar el empleo cuando se da en contextos de baja productividad, alta informalidad y una estructura empresarial frágil. En Colombia, el salario mínimo equivale aproximadamente al 90 % del salario mediano, mientras que en los países de la OCDE esa relación ronda el 55 %. Keynes advertía que las políticas económicas debían ser sensibles a las instituciones y realidades específicas de cada país; ignorar esta desproporción estructural y decretar un aumento que multiplica varias veces la inflación y supera ampliamente el crecimiento de la productividad no parece responder a una audacia teórica, sino a una apuesta política de alto riesgo.

El presidente Petro sostiene que los aumentos del salario mínimo generan empleo y ha calificado de “anticientíficas” las críticas a esa afirmación. No obstante, el propio Keynes, crítico de las generalizaciones mecánicas, habría matizado una conclusión de ese tipo, dado que la evidencia internacional muestra efectos diversos, condicionados por factores como el nivel relativo del salario mínimo, la elasticidad del empleo y el grado de informalidad.

En un país donde solo uno de cada diez trabajadores devenga el salario mínimo y más de la mitad de la fuerza laboral es informal, un incremento desproporcionado puede beneficiar a una fracción del empleo formal mientras empuja a otros segmentos hacia la precariedad o el desempleo. Según datos recientes del DANE, entre enero y octubre de 2025 los asalariados con ingresos iguales o superiores al mínimo se redujeron en 427.000, mientras aumentaron los trabajadores con ingresos inferiores y los independientes informales.

Otro de los argumentos del Gobierno asocia el salario mínimo con la garantía del “mínimo vital”. Esta noción resulta jurídicamente válida y socialmente atractiva, pero es insuficiente como criterio rector de política macroeconómica. Keynes no desestimaba los fines éticos, pero insistía en que los medios importan. Un salario mínimo desconectado de la productividad, de la capacidad fiscal del Estado y de la sostenibilidad empresarial puede terminar debilitando aquello que busca proteger. Si el salario mínimo debe garantizar el mínimo vital al margen del mercado, cabe preguntarse —desde una perspectiva de coherencia— por qué esa definición se adopta ahora y no antes, trasladando buena parte de sus costos a un próximo gobierno.

Los efectos colaterales del decreto tampoco son menores. La indexación generalizada al salario mínimo encarecerá bienes y servicios básicos, incluida la vivienda de interés social, cuyo valor pasará de 192 a más de 235 millones de pesos. Se incrementarán los costos para las MiPymes, responsables de cerca del 80 % del empleo formal, en una economía que creció alrededor del 3,5 %, con una productividad cercana al 0,9 %. También aumentarán los gastos públicos, las presiones fiscales y los costos del sistema pensional y de salud. Todo ello podría inducir al Banco de la República a endurecer la política monetaria, neutralizando parte del estímulo inicial a la demanda. Keynes advertía que “el boom, no la recesión, es el momento adecuado para la austeridad”; aquí, paradójicamente, se actúa como si el crecimiento fuese excepcional cuando en realidad es moderado.

Nada de lo anterior implica desconocer que la medida tendrá efectos positivos para la décima parte de los trabajadores que reciben el salario mínimo, quienes verán un alivio inmediato y un aumento real de sus ingresos. En el corto plazo, habrá un estímulo a la demanda agregada. Pero incluso desde un keynesianismo consistente, ese impulso solo resulta virtuoso si se traduce en mayor producción nacional y empleo formal. Si el consumo adicional se dirige principalmente a bienes importados, en una economía abierta y sin políticas de fortalecimiento productivo, el efecto multiplicador se diluye.

Cabe preguntarse entonces si estamos ante una política contracíclica responsable o ante una decisión de alto rendimiento político y costos diferidos. Keynes nunca defendió la improvisación ni el desconocimiento de las restricciones reales. Aumentar el salario mínimo por encima de la inflación puede ser una medida progresista; hacerlo muy por encima de ella, en un país con alta informalidad y bajo crecimiento de la productividad, constituye una apuesta riesgosa.

El debate, lejos de la polarización, debería centrarse en cómo articular salarios dignos con productividad, formalización laboral, fortalecimiento del mercado interno y sostenibilidad fiscal. Sin ese andamiaje, el aumento decretado corre el riesgo —para usar una metáfora afín a Keynes— de encender la mecha sin construir la máquina. Y cuando el impulso inicial se disipe, los costos podrían recaer sobre un espectro mucho más amplio de la sociedad.

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