La pesadilla después de la pesadilla

La pesadilla después de la pesadilla

Una vez amenguada la alerta virológica, ¿regresarán las instancias del poder con más hambre y más desesperación para hacer de las suyas?

Por: Álvaro Claro
agosto 12, 2020
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La pesadilla después de la pesadilla
Foto: Pixabay

Anoche tuve un sueño que pronto se volvió pesadilla. Soñé que terminaba la cuarentena, que los contagios por COVID-19 eran controlados y que, incluso, en algunos lugares del mundo empezaban a dar resultados positivos los primeros ensayos de la vacuna. Pero, como dije, este sueño pronto se volvió pesadilla, porque una vez amenguada la alerta virológica, los concejos, el congreso, las cámaras y demás instancias del poder regresaban a sus tareas. Y regresaban aún con más hambre, con más desesperación. Regresaban los arreglos, los regateos, las triquiñuelas. Las mismas patologías que nos corroen hace 200 años y que, todavía en el ensueño, seguían regurgitando en el mismo callejón sin salida. Después desperté y comprobé que no estaba tan lejos de la realidad. Cuando, finalmente, todo lo podamos ver a la luz del recuerdo, cada vez que un ciudadano del común levante su puño y trate de decir sus necesidades, sus propuestas o simplemente lo que piensa en el fondo, una jauría de perros guardianes del odio y la corrupción ladrará furiosamente para tacharlo de desconsiderado.

El final de esta desolación no resulta, pues, ser tan esperanzador. Afortunadamente, cuando solo conservamos esperanzas razonables, está uno lejos de desfallecer. Los colombianos que hemos vivido plenamente los últimos 30 años, hemos aprendido, sin desearlo, a no preocuparnos por nosotros mismos, sino por los demás. Hemos pasado por el punto más oscuro de la noche y desde ya podríamos estar tranquilos y firmes. Podríamos empezar a enarbolar, tranquila y firmemente, con la ineludible ingenuidad que solemos atribuirnos, algunos principios básicos capaces, a mediano plazo, de hacer menos asquerosa esta vida política.

Ninguna estructura política es, ni ha sido históricamente, cien por ciento buena, aunque seguramente la Democracia es la menos atroz. Ella no es inmune a la mafia de los partidos, pero es que los partidos existen también sin ella. Un ejemplo son los grupos de hombres que imaginan poseer la verdad absoluta -como abundan los casos dentro de la Religión, o en la Poesía, que algunos aseguran son lo mismo-. Por esto es que los políticos de turno hoy necesitan una purga contra la prepotencia y una inyección para la modestia.

Por encima, los motivos para insuflar la modestia se sienten en cada esquina. ¿Cómo negar que ni presidente ni Senado alguno han podido resolver los problemas que nos acosan? Basta con analizar sus planes de gobierno para comprobar que no han podido abordar, ni de cerca, las inquietudes de la gente, que termina siendo mejor comprendida —y compadecida— por la política internacional. ¿Carecemos de respiradores? Es porque el castrochavismo, dirán, ha saboteado nuestro sistema de salud y, por eso, cuando el gobierno del otro lado de la frontera nos dona un par, los rechazamos de tajo como muestra de dignidad. ¿Que nos falta el café? La culpa es de los agricultores que no supieron tecnificarse y han elevado el precio del grano a cifras exorbitantes —de allí que resulte más eficaz importarlo—. La lista de temas sin resolver es interminable, lo que comprueba que la función de los gobiernos se reduce, por el momento y desde tiempo atrás, a un papel administrativo, aunque administren mal, lo que ha provocado que el país se halle en un estado de dependencia provocada y, además, profundamente controlada.

Algo que deberíamos hacer es reconocerlo, así como el enfermo empieza a curarse cuando mira fijamente a su dolor. Tendríamos que sacar tanto las conclusiones que nos convienen como las que no, e intentar, en la medida que lo permita nuestra educación, plantear en común una organización, si no global, por lo menos sí continental, donde ningún problema interno se resuelva en ningún país si no es en beneficio del otro. Dicho de otra manera: como colombianos deberíamos olvidarnos un poco de nuestro orgullo sin fundamento, o sea, dejar de ser el país más feliz del mundo, como dicen los que solo vienen de paso. Eso pondría sobre los políticos de turno un poco de la sensatez que caracteriza al verdadero ‘‘gobierno del pueblo’’. No consiste en un pequeño grupo decidiendo qué puede y qué no puede hacer la mayoría, sino que actúen en función y a favor de los que están más abajo. Cuando las mayorías y las minorías no son notables, como pasa en nuestra comunidad polarizada, es necesario recordar infatigablemente que de eso trata la Democracia, en admitir que el adversario puede tener razón, pues su oposición es una invitación a reflexionar en torno a sus argumentos, una posibilidad de convertir el yo en sinónimo de nosotros mismos. Si no nos enfocamos en aprender a ‘‘salirnos de nuestra pequeña personilla’’ y si no nos aventuramos a contradecir al manco de Lepanto (‘‘para que unos vivan bien hoy mal viven unos cuantos’’), es muy probable que algún día nos libremos del COVID-19, pero nunca de las enfermedades ocultas en nuestra médula.

Pues tal como está, Colombia carece hoy de medios para ser poderosa —ya oigo a la jauría tildándome de antipatriota— por lo cual solo nos queda el poder de replantear lo que antes considerábamos bueno o, al menos, correcto. Hacer de esta crisis el momento para dudar de todo y vivir en consecuencia de este descubrimiento, darnos la oportunidad de destruir y crear, de inventar un lenguaje diferente, de encontrar un nuevo mundo cuando abramos la ventana…

Estas son, respetado lector, tan solo algunas ideas que podríamos actualizar.

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