La confrontación entre el ELN y las disidencias de las FARC, iniciada el 16 de enero de 2025, está lejos de terminar. Por el contrario, con el paso del tiempo se ha agudizado. Los más recientes enfrentamientos, recrudecidos en plena temporada navideña en varios sectores del Catatumbo —especialmente en la zona rural del municipio de Tibú—, demuestran que la violencia no conoce límites, ni siquiera aquellos valores que deberían unir a la sociedad colombiana en épocas de reencuentro y celebración.
Los actores armados, que parecen ignorar por completo la fractura del tejido social que ya padece esta población del nororiente colombiano, continúan una feroz disputa que ha dejado un número aún indeterminado de muertos. Los desplazados se acercan a los noventa mil, sin contar los heridos a causa de campos minados, reclutamientos forzados, confinamientos y otras prácticas que constituyen crímenes de guerra. Las autoridades regionales, por su parte, evidencian su incapacidad para contener la crisis, dejando al Catatumbo sin la posibilidad de despedir un 2025 en paz.
En medio de este lóbrego panorama de orden público, el presidente Gustavo Petro anunció cambios en la cúpula de las Fuerzas Militares, señalando que esta reestructuración busca enfrentar los desafíos de seguridad y fortalecer la democracia de cara a 2026. Surge entonces la pregunta: ¿qué impacto tendrá este remezón en medio de los enfrentamientos que sacuden al Catatumbo? Quizás, frente a la violencia generalizada que atraviesa el país, los habitantes de la región no logren vislumbrar un horizonte claro ni al cierre de 2025 ni en los albores de 2026.
Entre celebraciones truncadas y desplazamientos forzados, los colombianos despedimos un año marcado por angustias y esperanzas, pero muy lejos de la tranquilidad que debería caracterizar a una sociedad que arrastra más de medio siglo de conflicto armado. En paralelo, el tablero político se mueve entre elecciones presidenciales y legislativas, mientras los vientos de una Asamblea Nacional Constituyente inquietan a distintos sectores. Sus detractores aseguran que se trata de una maniobra del petrismo para perpetuarse en el poder; sus defensores sostienen que sería un acto de justicia que permitiría una participación real de la sociedad y contribuiría a cerrar décadas de violencia.
Mientras estos debates ocupan la agenda nacional, en el Catatumbo las víctimas solo piden vivir en paz. Sueñan con que lo iniciado en enero de 2025 pueda encontrar un cierre en el mismo año. Sin embargo, la realidad indica que los difíciles momentos que atraviesan las familias de esta región no figuran entre las prioridades de su dirigencia política, más concentrada en las contiendas electorales que en el sufrimiento de su población. Prefieren proyectar nuevos liderazgos desligados del dolor catatumbero, un escenario que presagia la prolongación de la violencia y un 2026 marcado por la incertidumbre y el temor.
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