“Dar subsidios a los ricos no es delito”, afirmó la senadora Paloma Valencia al defender el programa Agro Ingreso Seguro (AIS), cuyos recursos terminaron beneficiando a grandes terratenientes, ingenios azucareros y figuras políticas, cuando originalmente estaban destinados a pequeños productores. Según la senadora, esa asignación estuvo dentro de la legalidad.
Y tiene razón en un punto inquietante: no es delito, porque el orden jurídico colombiano ha sido diseñado durante décadas para blindar los privilegios de quienes han detentado el poder. Sin embargo, que algo no sea delito no lo convierte automáticamente en justo, legítimo o éticamente aceptable dentro de una democracia.
Esa afirmación sintetiza una visión política clara: un proyecto pensado desde las élites y para las élites, más cercano a la herencia del poder que a la igualdad ciudadana. Gobernar priorizando a los sectores más acomodados no aparece como una contradicción en su discurso, sino como una línea coherente.
La misma senadora que relativiza los subsidios estatales a grandes fortunas es quien demandó la reforma laboral, argumentando que esta perjudica a pequeños y medianos empresarios, frena el empleo y dificulta la formalización. Según su planteamiento, la reforma solo favorecería a trabajadores formales de grandes empresas sindicalizadas.
No obstante, la informalidad en Colombia no se originó por un exceso de derechos laborales, sino por su debilitamiento progresivo. La reforma laboral no castiga al pequeño empresario, sino que busca restablecer garantías mínimas para quienes viven de su trabajo.
El fondo del debate no es exclusivamente económico, sino ideológico. Para esta visión, el Estado debe intervenir cuando se trata de proteger rentas de los sectores más poderosos, pero debe retraerse cuando se discute la protección de los trabajadores. Los subsidios para grandes capitales se consideran aceptables; los derechos laborales, una amenaza.
Esta postura no es nueva. Ha quedado reflejada en otras declaraciones públicas, como cuando propuso la realización de un referendo para dividir el departamento del Cauca en dos entidades —una para comunidades indígenas y otra para población mestiza—, sugiriendo que las comunidades afrodescendientes deberían elegir a cuál pertenecer. Una propuesta que fue ampliamente criticada por su carácter segregacionista.
También generó controversia cuando sugirió que una forma de controlar los bloqueos en el Cauca sería restringir el acceso a alimentos o agua a comunidades indígenas, una afirmación interpretada como una forma de castigo colectivo.
A ello se suma su postura frente a la educación, en la que defendió mecanismos de apoyo a la educación privada mediante bonos, en detrimento del fortalecimiento de la universidad pública, una visión que refuerza la idea de priorizar recursos para quienes ya tienen mayores ventajas.
Nada de esto parece accidental. Responde a una forma específica de entender el poder: un modelo donde las élites reciben protección y los sectores populares disciplina. Los grandes capitales acceden a subsidios; los trabajadores reciben llamados al sacrificio. Los apellidos heredan influencia; los excluidos reciben ayudas limitadas.
Por ello, no resulta contradictorio defender subsidios para los más ricos y oponerse a reformas laborales. Ambas posiciones encajan dentro de una misma concepción del país, una Colombia jerárquica y desigual que aún persiste en amplios sectores del debate político.
Paloma Valencia no oculta ese proyecto: lo expresa abiertamente. Y en un momento en que se discute el sentido de la democracia y el papel del Estado, resulta legítimo señalar que su propuesta no busca gobernar para la mayoría, sino para una minoría que históricamente ha concentrado el poder político y económico.
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