El horripilante patio y el costoso afiche

El horripilante patio y el costoso afiche

1979. Víctor, estudiante de Química, Diana, maestra, y yo pertenecíamos a la UN y una noche grafiteamos: ¡Viva la Conferencia Nacional Campesina!

Por: Víctor Manuel Rojas Cárdenas
mayo 02, 2024
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El horripilante patio y el costoso afiche

La noche era tibia y su dueño un día jueves del año 1979. Víctor, un estudiante de química, Diana, una joven maestra de vocación, y yo, estudiante de leyes, los tres pertenecientes a la Universidad Nacional, salimos a altas horas de esa fresca penumbra a escribir en los muros de la ciudad: ¡Viva la Conferencia Nacional Campesina! Eso porque el pequeño partido político donde militábamos, había decidido realizar, en el mes de julio de dicho año, una asamblea de campesinos pregoneros de la consigna: “la tierra pa´l que la trabaja”.

Mi tocayo, el estudiante de química, encontró un muro a pedir de boca, a un lado del hospital San Pedro Claver, ubicado en la carrera 30 con calle 26 de Bogotá. De inmediato Diana se apostó al otro lado de la calle para alertarnos en caso de que se diera cuenta de alguna radiopatrulla. La mezcla de aceite quemado y neme, que era nuestra indeleble pintura, relucía ante el fulgor de la luna juniana. Víctor estaba a punto de terminar de escribir la consigna cuando una voz de mando nos estremeció: ¡Manos arriba! Era un policía que apuntaba a mi tocayo con una rigurosa pistola. En un abrir y cerrar de ojos, traté de ocultarme en la oscuridad y bajarme los pantalones para disimular que era un habitante de la calle con necesidades del cuerpo, pero la treta no me funcionó.

­—¡Usted también, malparido! —espetó esas briosas palabras el patrullero al tiempo que me encañonaba.

Ante el temeroso baladro, salí de las sombras con las manos arriba y los pantalones abajo. Sin tardanza, mi tocayo y yo fuimos privados de la libertad. Algunos caminantes de la noche se detuvieron a fisgonear cuando el furioso agente nos obligó a llevar a rastras la pesada motocicleta en que se desplazaba al momento de descubrirnos. Eso sin dejar de apuntarnos con su tenebrosa arma. Así llegamos a la estación de policía de la 24. Sin pérdida de tiempo nos reseñaron y nos hicieron pasar a un patio enorme, sin techo ni piso firme. El resto de la noche, Víctor y yo, la pasamos de pie, desaminados, recostados contra una de las estropeadas paredes del lugar.

Al día siguiente, poco antes de mediodía, inesperadamente apareció de visita el historiador Gonzalo Sánchez, una de las personalidades democráticas que apoyaba la Conferencia Nacional Campesina. Su presencia nos subió el ánimo. Mas no solo eso, después de que se despidió de nosotros, dejándonos un termo lleno de café caliente y una cesta con comida casera; produjimos respeto y admiración ante el guardia y el resto de detenidos que resultó ser una treintena compuesta, en su mayoría, por ladrones en desgracia y una media docena de mujeres pintarrajeadas, de ligeras ropas y mal paradas contra las paredes de aquel asqueroso patio.

Aún más respeto causamos en las horas de la tarde, en el instante en que empezó a caer un remedo de llovizna sobre nosotros. Sucedió que, con su porte de paracaidista bien aterrizado, el excapitán Agustín Pacheco hizo presencia. Él y yo éramos compañeros de pupitre en el aula de Derecho de la Universidad Nacional. Pues bien, el paracaidista entró al húmedo patio a saludarnos y a preguntarnos qué necesitábamos mientras se nos resolvía la situación jurídica. Al despedirse, le aconsejó al guardia, en tono marcial, que ni se le ocurriera golpearnos o tratarnos mal.

La noche de aquel desdichado viernes, a la llovizna le daba pena caer. Daba la impresión de ser más un sudor del cielo que otra cosa. A pesar de eso, las gotitas caían como misiles de frío sobre nuestras cabezas. Al paso de las horas seguían llegando los amos de la calle, cargados de escupas y maldiciones. Valga aclarar que un delincuente de clase siempre escupe la cárcel a la cual lo llevan, de la misma manera que un perro callejero orina el lugar que cree que le pertenece. También llegaba detenido uno que otro sobrepasado de copas y, por no dejar de mencionar, una pareja de los sin techo que había sido encontrada a medio vestir y entrelazada debajo de uno de los puentes capitalinos.

Recostados contra la pared, en posición fetal, nos encontró la medianoche. Nuestro esfuerzo por dormir fue sorpresivamente disipado con un grito estremecedor. Un oficial del ejército, en tono bastante desafiante, ordenaba a los detenidos ponerse de pie y hacer dos filas indias.  Fue en ese preciso instante en que las gotas de sudor del cielo se convirtieron en tímida llovizna. Cuando hicimos las dos hileras, el furioso militar, armado con un rejo de cuero lleno de nudos, instó a las mujeres a apartarse de la formación y regresar a sus sitios. La orden fue obedecida incluso antes de que el oficial terminara de darla. Enseguida, golpeó el piso con la áspera fusta, al tiempo que gritaba que dieran un paso al frente los dos detenidos que un par de horas antes habían golpeado a un teniente en uno de los bares céntricos de la ciudad.

Nunca antes el silencio se había hecho tan profundo como en esa oportunidad. Entonces, el militar volvió a vociferar, pero su iracunda voz también fue en vano. Así que con paso firme se dirigió al primero de la fila, un desarrapado que por su pinta daba la impresión de ser habitante de la calle.

¿Fue usted? —le preguntó airadamente.

Antes de que sonará alguna respuesta, el militar le propinó un latigazo de esos que tanto se recuerdan en Semana Santa. El indigente se desplomó, revolcándose de dolor, haciendo del barro, su llanto y su carne rota un solo amasijo.

Desprovisto de compasión, el oficial continuó con el segundo de la primera hilera. El detenido debió haber sido un capo de delincuentes porque procuró aguantar el suplicio de manera estoica, apretando los dientes y mandando al militar a limpiarle el culo a la madre que lo había parido.

—¡En la calle nos vemos, hijueputa! —se le escuchó amenazar.

Por el ultraje pronunciado, el osado detenido recibió tres latigazos más. El primero por decir groserías delante de mujeres pulcras, el segundo por faltarle el respeto a los defensores de la patria y el tercero por amenazar a la autoridad competente en altas horas de la noche. Ejecutada la pena, el estoicismo del castigado también se fue a pique, envuelto en gemidos.

El tercero de la fila ahuyentó el frío de la noche con un ruidoso azote en la espalda. Nada exclamó, solo un quejido seco brotó de su desdentada boca. Entonces, al sentir que pronto sería mi turno de prestarle mis carnes a la fusta, levanté la mano al tiempo que le gritaba al guardia que él sabía que un capitán del ejército le había dado la orden de no golpearnos ni tratarnos mal.

—¡Somos presos políticos, no malhechores! —grité con la valentía que el miedo otorga.

El centinela, que parecía estar dormitando, ajeno a los dolorosos hechos que ocurrían en el patio, despabiló.

—¡Es cierto, mi teniente, esos dos están aquí por otras razones! ¡Han venido a visitarlos personas importantes! —chilló.

Entonces, el oficial torturador golpeó a la oscuridad con su temido látigo en el preciso instante en que nos permitía romper filas. Mi tocayo y yo nos apresuramos, más de lo necesario, a volver a nuestro sitio. Allí nos acurrucamos de nuevo, pero en lugar de cruzar los brazos para protegernos del frío, lo que hicimos fue taparnos los oídos con las manos para no escuchar el golpe del látigo en la carne, seguido por gritos de dolor.

Tres días más tarde, fuimos puestos en libertad, sin más ni menos. Al llegar a la sede política, no solo olíamos mal, sino que una nueva tarea subversiva nos esperaba. En vista de que no teníamos cómo financiar la conferencia campesina, un artista, en línea ascendente, llamado Manuel Camargo, había dibujado un cuadro, alusivo a dicho encuentro, cuyas litografías teníamos que venderlas para recaudar fondos.

Yo recibí tres reproducciones de esa obra, de las cuales ninguna logré vender. Cada una costaba demasiado y, además, todos mis parientes y amigos cercanos padecían de angustia causada por inestabilidad monetaria. Así que, pasada la conferencia, en alguna parte de la casa de mi madre guardé dichas litografías, yo las llamo afiches, lejos de las polillas y, por qué no decirlo, del olvido. Eso porque un quinquenio más tarde tuve que acomodarme en Suecia, en calidad de refugiado político.

Acá, en la tierra de Strindberg, una tarde otoñal, cuando más caían las hojas de los árboles, tuve la misma sensación que sufrí cuando fui llevado con mi tocayo al espantoso patio de la estación de policía de la 24. Entonces, le pedí a mi hermana que me enviara los tres preciados afiches. Así fue. Uno lo envíe, antes de que cayera el muro de Berlín, a una pareja de amigos exiliados en Paris. El otro lo mandé a enmarcar y lo conservo colgado en la pared de una cabaña, ubicada en la mitad de un bosque sueco. El tercero lo llevé de regreso a Colombia. En estos días, de reencuentros con queridos amigos, se lo ofrecí de regalo al profesor Gonzalo Sánchez, en gratitud por su amistad y por haber sido el primero en visitarnos cuando estuve detenido en aquel horrendo patio con mi tocayo Víctor, de quien nunca volví a saber en qué pasos anda.

Jönköping, Suecia, 2024

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