Veo por estos días a una cantidad preocupante de opositores al gobierno actual que, seguros de sí mismos, votan a Rodolfo Hernández con la certeza de que es alguien profundamente distinto a lo que hemos tenido siempre en este país. Para convencerse, se han aferrado a un puñado de promesas de escasa complejidad, incongruentes y asistemáticas.
No los está convenciendo la fuerza de un programa sólido, sino la confianza en la seguridad con que oyen hablar al patriarca: les tranquiliza como al niño que admira y cree ciegamente en la voz firme y apaciguadora del padre, quien le va a proteger del mal y pondrá orden en su casa.
Eso es lo más triste de la falta de cultura política: un pueblo que no sabe mirar al pasado nunca podrá darse cuenta de que está recorriendo sus mismos pasos. Al votar por el patriarca Hernández, estarán escogiendo la misma figura que representaba Uribe en su primer mandato, en el año 2002. La renovación, como ahora, se vestía por aquellos días de un hombre acaudalado, conservador y de provincia.
Como entonces, durante estas semanas la fe y la esperanza nacerán de la rabia y la desilusión con la clase política, a costo de cegar el entendimiento y apagar todo sentido crítico frente a lo que entienden como la solución a todos sus problemas.
Prueba de ello es que quienes defienden a esta figura lo hacen sin desalinearse un centímetro con sus posturas machistas, misóginas, xenofóbicas y racistas. Han renunciado tempranamente a su disposición y capacidad de disentir y, en un sentido más amplio, a la noción misma de la complejidad.
Han abandonado su razón a las ideas simples y al mantenimiento de un sistema que nos tiene profundamente jodidos.
No se preocupen por abandonar la conciencia, pues hay quienes aún la conservamos: cada muerta que nos cueste este sistema que se empeñan tozudamente en mantener se las recordaremos en las calles.