¿En realidad nos interesa la libertad?
Opinión

¿En realidad nos interesa la libertad?

Exigimos libertad de expresión. Gritamos por la libertad de opinión. Reclamamos la libertad de escribir a nuestro antojo. Pero, ¿qué hacemos con esa libertad?

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octubre 05, 2015
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Jean Paul Sartre se refería a la libertad como la más peligrosa de las aventuras. Y deberíamos coincidir con esa afirmación si reparamos un poco en los riesgos de llenarse la boca con ese término extraño e inasible. Utilizar la palabra libertad sin antes medirla, tomarla como bandera sin reparar en sus honduras, declararnos sus defensores sin antes fotografiar las múltiples caras que la constituyen, es correr el riesgo de caer presa de su feroz capacidad de desenmascararnos.

Existe, cómo no, un lado cosmético de la palabra libertad al que todos solemos adherir sin tapujos, dando saltos de euforia y sonriendo para la cámara mientras pregonamos que todos somos iguales, que la ley ha de amparar esa equidad, que nadie ni nada más que el bienestar ajeno debe amordazarnos ideas, expresiones o pulsiones; que nacimos libres y libres hemos de morir: frases todas ellas aprendidas de textos escolares redactados con buenas intenciones, de descafeinados cursos de convivencia dictados con la intención lícita pero velada de vender libros de autoayuda o de publicaciones con la consciente intención de pervertir el concepto de libertad, como los libros sagrados de las religiones monoteístas.

Pero existe también una esquina de la palabra libertad que suele aterrorizarnos. Una que esquivamos con discursos y justificaciones tibias, una cuyos interrogantes intentamos enterrar bajo el polvo de la tradición, el pudor o la elemental cobardía.

Hablamos de libertad. Escribimos sobre libertad. Cantamos a la libertad. Pero, ¿en realidad nos interesa la libertad? ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a llegar para defenderla? Y, más importante que todo lo anterior, ¿hemos tomado consciencia de las escenas en las que nos convertimos en sus verdugos antes que en sus defensores, en aquellas donde, en lugar de abonarla, la decapitamos?

Hoy les propongo jugar a recibir el golpe y acercarnos a nuestras convicciones sobre la libertad para tomar nota de lo frágiles que suelen ser. Y les propongo hacerlo desde dos situaciones que tocan de manera directa el tema y que, intuyo, no resultan ajenas a ninguno de nosotros.

El pasado 7 de enero, en la ciudad de París, dos encapuchados armados con fusiles automáticos irrumpieron en la redacción del semanario satírico Charlie Hebdo a los gritos de Al-lahú-ákbar (Dios es el más grande) y asesinaron a doce personas. ¿El motivo? Las caricaturas publicadas en el semanario y que, para los asesinos, resultaban ofensivas.

El mundo se sacudió y, por semanas, no se habló de otra cosa. Bandos irreconciliables saltaron al ruedo de la opinión. Unos reclamando el derecho a la libertad de expresión sin límites y otros muchísimos, entre ellos el celebrado papa Francisco, afirmando que la libertad debe llegar solo hasta donde resulte ofensiva para el otro.

Es sobre ese segundo grupo que planteo mi discusión.

No cuesta mucho entender la buena intención de quienes se posan en esa línea del hipotético respeto a todas las opiniones, pero basta escarbar un poco para entender dos cosas: que no existe, ni desde lo pragmático ni desde lo conceptual, la posibilidad real de ese escenario utópico de respeto colectivo y que asumir esa postura es jugarle a un naipe que termina por derrotar a la libertad misma.

Pocos conceptos resultan más corrosivos que la dañina presunción de que todas las creencias se deben respetar de un modo automático.
Debemos respetar las creencias de los otros es un mantra con el que se nos bombardea de forma inclemente en publicaciones, noticieros, conferencias de expertos y charlas de salón. Pero, ¿nos hemos preguntado si en realidad debemos respetar las creencias de los otros o si existe un imperativo ético que nos obligue a hacerlo?

Desnudar la fragilidad de ese Debemos respetar las creencias de los otros y exponer la perversidad que encarna, resulta tan fácil como esgrimir dos ejemplos.

Los Caballeros Blancos (así se llama el colectivo liderado por Robert Jones en Carolina del Norte, Estados Unidos) constituye uno de los núcleos más beligerantes y activos de la Supremacía Blanca: un movimiento cuya creencia medular sostiene que la raza blanca es superior a otras razas. Sangre y Honor, Alianza Nacional, Consejo de Ciudadanos Conservadores, Hammer Skins Confederados, Revolución Blanca, Movimiento Nación Camba de Liberación, Unidad Nacional Rusa, Frente Nacional de Nueva Zelanda, Partido Verde Nacional Socialista Libertario, Asociación Nacional para el Progreso del Pueblo Blanco, Partido Nacionalista de Canadá, Trueno Nórdico y los mencionados Caballeros Blancos, son apenas algunas de las agrupaciones que reivindican la superioridad de las personas de piel blanca. Esa es su creencia. Una creencia, por demás, firme y compartida.

Vuela entonces la pregunta para los defensores del Debemos respetar las creencias de los otros: ¿debemos, en serio, respetar las creencias de estos grupos y guardar silencio cuando se plantan frente a nuestros ojos y sostienen que los negros, los mulatos, los asiáticos, los mongoles, los chinos, los indígenas y los esquimales son inferiores a ellos?¿Resulta éticamente defendible ese silencio?

Y sumo el ejemplo de una creencia más antes de aventurar una respuesta.

El ejemplo del Movimiento Amor Hacia los Niños fundado por el holandés Frits Bernard a mediados del siglo XX y que propone la despenalización de la pedofilia. Su creencia, arraigada y argumentada, sostiene que los encuentros sexuales entre niños y adultos deberían no solo despenalizarse sino consentirse ampliamente.

Esa es su creencia. ¿Una creencia —pregunto— que tendríamos que consentir porque Debemos respetar las creencias delos otros?

Quisiera saber a dónde iría a parar la corrección política de un padre y su respeto por las creencias de los demás cuando un militante del Movimiento de Amor hacia los niños le pregunte si puede salir con su hija menor.

La perversidad del eslogan Debemos respetar las creencias del otro radica en que pone el respeto y la libertad en el sujeto equivocado.
No es la creencia sino el ser humano quien debe ser respetado de forma automática por el simple hecho de existir.
Mientras cualquier persona es digna de respeto, las creencias y las ideas, antes de merecerlo, deben demostrar su apego, entre otras cosas, a la racionalidad y a los derechos humanos.

En lo que atañe a las creencias, habitamos una sociedad obsesionada por garantizar que todos expresen sus ideas sin ser incomodados, no importa cuan descabelladas o perversas sean. Somos civilizados, parece rezar nuestro eslogan, si respetamos las creencias de los otros. ¿Y en dónde queda, entonces, el derecho a incomodar, enfrentar y ridiculizar dogmas como los de la Supremacía Blanca o la defensa de la Pedofilia?

Si alguno de los logros de la Ilustración debemos defender sin miramientos, es el sagrado derecho a la blasfemia. Es en ese derecho a no considerar nada tan sagrado como para que debamos guardar silencio ante el, donde radica el verdadero triunfo del humanismo. Solo los fundamentalistas no tienen humor. Solo los fundamentalistas justifican la agresión física como respuesta a una ridiculización. Solo es sana una sociedad que se concede el permiso de burlarse de sus políticos, de sus ateos, de sus creyentes. Preservar el derecho a la blasfemia y estar dispuestos, todos, a poner nuestras creencias como carne de cañón para la risa, es el único camino seguro para alivianar el odio.

Seguir la ruta opuesta, es decir, permitir que cada persona establezca el límite de lo que considera irrespetuoso y concederle la prerrogativa de no ser cuestionado más allá de ese límite, es caer de bruces en un pantano ético del que resulta imposible salir ileso. De la misma forma en que toda persona ha de gozar de un respeto automático por el mero hecho de existir y sin mediar diferencias de color, sexo o condición social, todas las ideas y todas las creencias deben estar sujetas al escrutinio colectivo, al cuestionamiento social y —lo que resulta profundamente sano— a la posibilidad de ser ridiculizadas.

Si en el ejercicio de esa ridiculización alguien cruza la línea de la injuria, la calumnia o la agresión, será entonces la ley quien tome cartas. Porque si entregamos a cada individuo la garantía de blindar sus creencias y respetarlas a ultranza, sin importar de qué van, habremos, ahí sí, sacrificado el logro de la libertad colectiva en aras de un miope y malentendido concepto de respeto.

Pero si por una parte es fácil entender que en el espinoso tema de las creencias resulte difícil digerir la acepción de libertad a la que me he referido, cabría suponer que en lo referente a los niños y al respeto a sus libertades exista una coincidencia unánime. Pero tristemente no es así. Y la prueba de que vulneramos la libertad de los niños a diario, sin miramientos y, lo que es peor, amparados por la ley, se encuentra en las iglesias y en las clases de religión.

La instrucción de un niño en una creencia religiosa constituye tanto un derecho de los padres protegido por la legislación, como una violación a la libertad de elección del niño.

Ningún niño elige su religión. La razón por la que la práctica totalidad de los habitantes de Islamabad son musulmanes es la misma por la que la mayoría de los mexicanos son católicos y la generalidad de los israelíes, judíos: la creencia en un dios particular es transmitida de padres a hijos justo a la edad en que el cerebro infantil asimila sin filtros, sin criterio y como verdades incuestionables, todos los conceptos recibidos de los adultos. Y aquí, de nuevo, el ejemplo acude como imagen esclarecedora.

En una de sus conferencias, el etólogo, zoólogo y teórico evolutivo Richar Dawkins, pone a consideración del público una serie de fotografías de niños acompañadas cada una por una etiqueta.

En la primera, aparece la imagen de un niño y la etiqueta que dice “Este es mi hijo Michael, tiene 5 años y es comunista”. La segunda es la foto de una dulce niña con la etiqueta “Esta es mi hija Mary, tiene 4 años y es capitalista”. La tercera y última, presenta un niño diferente con la etiqueta “Este es mi hijo Daniel, tiene 6 años y es librepensador anarquista”.

Las personas sonríen ante las imágenes y, al ser interrogadas sobre su reacción frente a ellas, coinciden de una manera unánime en lo absurdo de la etiqueta, en lo descabellado que resulta siquiera considerar la posibilidad de que un niño tome de forma autónoma la decisión de ser anarquista, comunista o capitalista, y, finalmente, en el carácter abusivo del comportamiento de los padres al asignar a sus hijos rótulos que ellos no solo no comprenden, sino que jamás tuvieron la oportunidad de aprobar o rechazar.

A continuación, entonces, Dawkins proyecta una última y única imagen, extraída de una respetada publicación norteamericana, en la que aparecen varios niños etiquetados como niños cristianos, niños musulmanes y niños judíos, y pregunta: ¿por qué nos resulta perturbadora la posibilidad de marcar a un niño como comunista y no la de hacerlo como creyente, si es evidente que en ambos casos la supuesta creencia ha sido impuesta y no libremente elegida?

Sucede así, digámoslo con las palabras que la reflexión sobre la libertad nos impone, porque se nos grita, se nos enseña y se nos tatúa una peligrosa idea de respeto, una que pregona que el tema de la religión es intocable, y, bajo esa premisa, asumimos como natural, e incluso como deseable, que los padres tomen la decisión sobre las creencias religiosas de sus hijos.

En lo particular adhiero a la postura de quienes consideran la educación religiosa de los niños como una forma de abuso infantil, pero está muy lejos del objetivo de estos párrafos profundizar en la discusión sobre el derecho de los padres a educar a sus hijos como bien lo consideren: la ley es clara en que ese derecho les asiste y desde esa perspectiva estoy obligado a aceptarlo, aunque no tenga que hacerlo necesariamente en silencio. Voy al ejemplo solo para enfatizar en algo, eso sí, que no puede ser controvertido: al entregarle a los padres el derecho de adoctrinar a sus hijos en una creencia religiosa, se sacrifica de plano una libertad, la del niño a elegir si adhiere o no a una comunidad de creyentes, al tiempo que se instaura una dolorosa realidad, la de que la práctica totalidad de nuestra sociedad cierra los ojos ante ese albedrío sacrificado mientras se llena la boca con la palabra libertad.

Las redes sociales y la abrumadora interconexión mundial que nos proporciona y que bordea la ficción, nos brinda la equívoca sensación de que tenemos la libertad de opinar sobre cualquier cosa, de escribir sobre cualquier tema, de cantarle a lo que se nos antoje. Sin embargo esa pretendida libertad desatada no es más que un espejismo turbio.

En el trasfondo de la cloaca que son las redes sociales, los nuevos diarios y los modernos medios de comunicación, subyace de forma exacta y como un reflejo meticuloso, el mismo substrato sobre el que descansa nuestra sociedad real, la de carne y hueso, la que se abre paso a empujones y codazos en el metro, en los moteles o en las tiendas de barrio y que no es otro que un espeso caldo de prejuicios y un arraigado pánico a sabernos realmente libres.

Exigimos libertad de expresión. Gritamos por la libertad de opinión. Reclamamos la libertad de escribir a nuestro antojo. Pero, ¿qué hacemos con esa libertad?
¿Nos ponemos la camiseta de la manifestación de turno o convertimos en protagonistas a las libertades incómodas? ¿Cantamos una canción que dice Quiero ser libre como el viento o escribimos una crónica que cuenta, por ejemplo, la historia de las mujeres marcadas por una culpa insana heredada del cristianismo?

No todos tienen la obligación de defender la libertad, ni todos los que intentan defenderla se quedan en lo cosmético, pero resulta imperativo reconocer la diferencia.

Muchos de nosotros tenemos o una pluma en las manos o una guitarra en casa o una voz que lanzamos a los otros por esa pulsión comunicativa que se nos convierte en motor vital. Y tenemos, también, la palabra libertad atravesada entre ceja y ceja. Sin embargo, intentar posar de ser un hombre plenamente consecuente, dueño de principios inviolables y libre de contradicciones sería tan estúpido como decepcionante. Por eso estas líneas, más que una admonición son una invitación.

Una invitación a tomar en serio la palabra libertad. A sacarla de los libros de historia y a llevarla a los parques. Pero a lustrarla antes. A sacudirle el polvo del prejuicio, a darle nueva forma, a respetarla. A ponerla de nuevo donde duela, donde sea vinagre, espina, vidrio. Donde incomode tanto que se pongan de pie para que pase aquellos que quisieron amaestrarla. Y a preguntarnos, siempre, cuando escribamos libertad o cantemos libertad o digamos libertad, si hablamos de la que nos vendieron en papel de regalo, de la que sabe a poco y dice nada, de la que no nos pide que arriesguemos, o a preguntarnos, digo, si por el contrario hablamos de la otra, de la escasa, de la que exige saltar para nombrarla, de la que no le gusta a nuestros padres, de la que odia el cura, de la que asusta al tibio, de la que poco hablamos, de la que casi nunca merecemos.

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