Álvaro Leyva traicionó a Petro como ha traicionado a todo el mundo

Álvaro Leyva traicionó a Petro como ha traicionado a todo el mundo

Álvaro Leyva reaparece con reproches disfrazados de dignidad; su carta a Petro es más despecho que convicción, más cálculo que coherencia política

Por: Samuel Fierro García
abril 29, 2025
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Álvaro Leyva traicionó a Petro como ha traicionado a todo el mundo
Foto: Leonel Cordero/Las2orillas

En política, como en los viejos dramas griegos, los personajes que regresan del exilio lo hacen cargando la peste. Pues, la carta que Álvaro Leyva ha dirigido recientemente al presidente Gustavo Petro no es la epístola de un apóstol revelado, sino el testamento de un clérigo que nunca creyó del todo en la pureza del templo que decía defender, porque con la misma pluma que ayer redactó acuerdos para la paz hoy escribe emboscadas retóricas, revestidas de dignidad, pero henchidas de cálculo, reproche y vanidad.

Leyva —casi un Lázaro redivivo de la política colombiana— resucita cada tanto en la vida pública con el aura beatífica del que carga sobre sus hombros el sufrimiento de la patria. Pero no nos digamos mentiras: su voz no es la del profeta, sino la del cortesano caído en desgracia por la nostalgia del poder perdido. Lo suyo nunca ha sido la consecuencia, sino el acomodo: fue liberal cuando los vientos soplaban desde el sur, conservador cuando rugían desde el norte y negociador cuando había cámaras encendidas. Su lealtad, como la de los viejos actores de Shakespeare, solo está en escena cuando las luces le apuntan.

Su carta, infamadamente escrita con el tono dolido del traicionado, no es más que el grito herido del funcionario desplazado. Pero ese dolor no nace de la conciencia, sino del despecho. Leyva acusa con dedo tembloroso, amonesta como un viejo catequista olvidado, señala con la vehemencia del que quiere borrar su propio reflejo y olvida —o finge olvidar— que él también pactó, abrazó y bendijo a las fuerzas más turbias de la política colombiana. ¿De qué pureza puede hablar aquel que ha trasegado durante décadas por los pasillos del poder con una flexibilidad ideológica tan extrema que haría envidiar al más hábil contorsionista?

Y Petro, que prometió en las plazas la refundación del país, decidió en su camino hacia el poder arrimarse a esas figuras del pasado, creyendo —ingenuamente o no— que en el pantano político colombiano también brotan lirios. Se rodeó de los mismos rostros que prometió desterrar. Y entre ellos estaba Leyva, el hombre que siempre parece estar donde no se le espera, con la palabra justa, la anécdota oportuna y la daga envuelta en terciopelo.

Petro no eligió a Leyva por su lucidez, sino por su conveniencia. Lo abrazó en medio del naufragio electoral, como quien se aferra al primer madero que flota, sin advertir que hay maderas que flotan no por sólidas, sino por vacías. La suya fue una apuesta desesperada, no una convicción. Y bien diría Camus que «no se construye un mundo a partir de una negación»; de manera que el hoy presidente, en su empeño por venderse como el gran antagonista del pasado, terminó calcando los vicios que juró erradicar: cambió los nombres, pero no las mañas; renovó los rostros, pero repitió las alianzas, y no entendió que el lodo es el mismo aunque se lo mire desde otra orilla.

Leyva nunca ha sido un hombre confiable. No lo fue durante los pactos con las FARC, donde su indeterminación le permitió estar con todos sin pertenecer a nadie. Y no lo es ahora, cuando lanza improperios velados contra un presidente que él mismo ayudó a legitimar, como aquellos que abrazaban al rey para luego clavarle el puñal. De hecho, su gestión en la Cancillería no fue un paseo por el edén, pero sí un desfile de polémicas, opacidades y silencios; en tanto que ahora pretende hablar con altura moral, olvidando que su trayectoria es una enciclopedia de ambigüedades. De él podría decirse, parafraseando a Borges en su poema ‘Buenos Aires’, que no lo une el amor a una causa, sino el espanto a quedarse sin protagonismo.

Y así vamos, de declive en declive, con una dirigencia que cree que el país es un teatro de sombras donde cada cual puede aparecer y desaparecer según su antojo, sin que la historia —esa sí inexorable— les cobre la cuenta. Colombia no necesita más cartas. Necesita actos. Y necesita, sobre todo, una memoria menos corta y una opinión pública menos crédula.

Porque si algo ha demostrado Álvaro Leyva es que puede vestir cualquier toga, pero siempre deja ver sus zapatos manchados de fango. Y si algo ha demostrado Gustavo Petro es que, en la selva política colombiana, incluso los que prometen cortar la maleza terminan usando los machetes ajenos.

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