Me voy para la guerrilla
Opinión

Me voy para la guerrilla

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julio 09, 2015
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Yo también tiré piedra en la universidad pero cuando me encapuchaba, como era tan cabezón, todo el mundo me saludaba. Nosotros, en el 2004, fuimos la primera generación de mamertos que se enfrentó con el Esmad. Bajo una nube de gas lacrimógeno supe del intolerable ardor en la cara que deja esta arma y del poder que tenía la leche para contrarrestar sus efectos. Con una cámara filmé la toma de la UIS y varios compañeros míos, en aras de una Colombia mejor, saquearon los cajeros de Servibanca que estaban en la entrada y los comedores comunitarios de la universidad. Desde entonces quedé hastiado del milo y el banano.

Le dije a mamá que mi vida estaba destinada a servir a los demás. Por eso, desde esa época, quemé mis CD de Nine Inch Nails y de los Stones y me interné en el folclor nicaragüense y aprendí a hacer cocteles Molotov recitando las canciones de Carlos Mejía Godoy. Me conseguí una novia de 150 kilos, barrosa y con el pelo grasiento pero que se sabía de memoria las vicisitudes del 18 Brumario y tenía un perrito que se llamaba Trotski. Llegué a pensar en la lucha armada, claro que sí. Una vez me puse unas botas de caucho y me interné en las marraneras que tenía mi papá en las afueras de la ciudad. A los seis empleados que tenía les hablé de Marx pero los pobres nunca estuvieron a la altura de la claridad de mi pensamiento, de la profundidad de mis teorías, de lo elaborado de mi discurso y al poco tiempo los miserables ya empezaron a quejarse que no entendían, que si no los soltaba a tiempo mi padre les iba a dar con el chuco con el que arrea a las vacas, así que en mi primer y único intento de crear una guerrilla urbana terminé mirando como los cerdos devoraban las aguamasas.

Le he robado un dinero a mamá y me he ido a Cuba a entender como es el paraíso en la tierra. Fue realmente lindo ver como un pueblo entero tenía la suficiente consciencia cívica para compartir sus miserias. Aunque nunca viviría en una casa hacinado con siete familias, ni madrugar a cortar caña o a pasearme por una cuadra para ver qué actividad pro yanqui está haciendo el vecino, esos negritos de Cuba son tan zarrapastrosamente carismáticos que los quise inmediatamente y admiré su valentía. En el gobierno que mi grupo armado quiere montar yo pertenecería a la cúpula máxima del poder en donde están los ideólogos, los imprescindibles, los sabios. Para algo mi familia se ha gastado una fortuna en darme especializaciones y doctorados. Tendría una casa gigante con vista al mar en cuyas paredes reposarán los retratos Pop del Ché, de Ho Chi Minh, de Manuel Marulanda, del Mono Jojoy, de todos esos guerreros intelectuales a los que no les tembló el pulso para imponer, a punta de fuego y sangre, el estado de los trabajadores. Seguir su ejemplo es el mejor legado que podemos darle a su memoria.

A mis 37 años sigo siendo consecuente y no me enajeno cumpliendo con un horario. Cada peso que me envía mi mamá lo gasto en libros de Engels, en camisetas soviéticas, en cervezas en Café Cinema y en bareta de Corinto porque eso de fumar cripy es bien imperialista. Sueño con el día en que los oligarcas de esta ciudad cuelguen de los postes de la carrera Séptima y con importar el modelo educativo venezolano en donde, la materia más importante que ven los niños, es Ideología Chavista 1 y 2.

Sigo con el sueño intacto de vivir en un mundo en donde nadie se destaque, en donde todos compartamos nuestra reconfortante mediocridad.

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