¿Quién vigila a las Universidades?

¿Quién vigila a las Universidades?

Ante el escándalo de la Universidad San Martín, vale la pena reflexionar sobre el sistema regulatorio en el sector educativo del país.

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noviembre 19, 2014
¿Quién vigila a las Universidades?

El escándalo de la “universidad” San Martín – y los otros que vienen- son apenas la punta del iceberg. El problema resulta de que hace veinte años se desmontó la vigilancia estatal y se dejó la educación a merced de las instituciones.

La auto-regulación

Pese al escándalo sobre la San Martín y a los anuncios de la ministra Parody acerca de otras varias “universidades” que están siendo investigadas, la mala calidad y los “abusos de la autonomía” en muchas instituciones de educación superior no tienen nada de nuevo.

En efecto: estos problemas han sido recurrentes y han sido denunciados desde que entró en vigencia la Ley 30 de 1992. Dicha ley introdujo cambios radicales en las relaciones entre el Estado, las instituciones de educación superior y la comunidad académica. El más importante de estos cambios fue la desregulación por parte del Estado y la pérdida de sus anteriores funciones de control administrativo y académico sobre programas e instituciones; en su reemplazo se adoptaron nuevos criterios y mecanismos de “auto-regulación”, dentro del marco de una mayor autonomía institucional.

Aunque el Estado mantiene funciones en la vigilancia de la calidad y en el fomento de la investigación y la divulgación del conocimiento (artículos 3 y 31 a 33 de la Ley), la responsabilidad por la oferta y calidad de los programas recae ahora sobre cada institución educativa (artículo 28).

De esta manera los organismos estatales que antes ejercitaban el control y formulaban las políticas para el sector, ahora cumplen funciones de fomento e información, de secretaría técnica del Consejo Nacional de Educación Superior (CESU), y de ejecución de políticas definidas por el gobierno (artículo 37 y Decreto 1211 de 1993).

Acreditados e informados

La auto-regulación se ejerce mediante dos mecanismos (artículos 53 y 56), que en teoría parecen ser funcionales: el Sistema Nacional de Acreditación (SNA), y el Sistema Nacional de Información (SIN).

- El SNA fue concebido como un proceso voluntario y continuo de auto y hetero-evaluación por parte de las instituciones y los programas académicos, con el propósito de elevar su calidad y pertinencia social, garantizando que las instituciones estén imbuidas del ‘ethos’ académico y cumplan con los estándares de excelencia. Las políticas de acreditación fueron definidas mediante el Acuerdo 06 de 1995 del CESU, y el Consejo Nacional de Acreditación es el organismo encargado de adelantar estas directrices.

- Por su parte, la función del SNI era sistematizar la información referente a la calidad de las instituciones y programas de educación superior (lo cual implicaba un complejo sistemas de indicadores), para que la sociedad en su conjunto pudiera comparar y escoger entre las varias ofertas de formación. Al agregar transparencia y objetividad en el mercado de la educación superior, el SIN permitiría convalidar o invalidar la ‘acreditación’ de las distintas instituciones y programas.

Esta política de auto-regulación institucional fue planteada como una alternativa a los   procesos de control externo que antes ejercían organismos estatales como el viejo ICFES (Instituto Colombiano para el Fomento de la Educación Superior, hoy Instituto Colombiano para la Evaluación de la Educación Superior), donde eran comunes los problemas de incompetencia, ineficiencia, burocracia y corrupción.

Esta mayor autonomía institucional implicaba además reconocer que la consolidación académica de cada universidad era la mejor garantía de calidad en su oferta educacional.

La década perdida

Sin embargo la auto-regulación no es suficiente para asegurar la calidad y pertinencia de la educación superior, ni para garantizar su contribución al desarrollo económico y social. De hecho, la desregulación y consiguiente debilitamiento de las funciones y capacidad del Estado dieron pie a muchos abusos y a la pérdida del rumbo.

En ausencia de un futuro o “futuros deseables” para la educación superior, su orientación y su curso quedaron sometidos al querer particular de cada institución, a sus proyectos académicos respectivos o a sus estrategias de posicionamiento en el mercado.

El más importante de estos cambios fue la desregulación por parte del Estado y la pérdida de sus anteriores funciones de control administrativo y académico sobre programas e instituciones.

A falta de grandes metas, visiones o escenarios que orienten y enmarquen las iniciativas de cada institución, la auto-regulación se convirtió en un proceso referido a la ‘misión’ de cada entidad, que puede ser muy bien intencionada pero es particularista y no contribuye significativamente al desarrollo del país. Así surgieron universidades que responden solo por ellas mismas, con escasa pertinencia social o interés en el contexto nacional.

El período 1992-2002 puede ser considerado como la 'década perdida' de la educación superior en Colombia. Muchas instituciones privadas aprovecharon el escenario de 'desregulación' estatal y de 'autonomía auto-referida', con la consiguiente -y   vergonzosa- proliferación de instituciones y programas sin condiciones mínimas de calidad.

Además, muchas instituciones aprovecharon la laxitud de la normas para lograr la codiciada denominación de 'universidad', lo cual explica por qué hoy tenemos una enorme cantidad de 'universidades' privadas, la mayoría de las cuales no serían reconocidas como tales en el contexto internacional, sino como instituciones de formación profesional superior.

El Estado amarrado

En 2002 el Estado retomó sus funciones de regulación de la calidad mediante el ‘registro calificado’ de programas (Decreto 2566 de 2003) y la creación del Viceministerio de Educación Superior. Pero ya para entonces estaba hecho el daño de diez años de desregulación y abusos de la supuesta autonomía responsable de las instituciones.

Por lo demás, el ‘registro calificado’ -o licencia de funcionamiento de un programa- solo puede verificar si la institución y el programa cumplen con determinadas condiciones mínimas que no se refieren a la calidad académica, cuya evaluación corresponde al proceso de acreditación voluntaria.

Y esta nueva iniciativa de control por parte del Estado no estuvo acompañada de instrumentos para ejercer de manera eficaz las funciones de inspección y vigilancia. El ámbito de la administración de recursos siguió siendo protegido por el concepto de ‘autonomía responsable’, y el Estado solo pudo intervenir cuando se presentaran situaciones extremas, rayanas en lo penal y acompañadas de escándalo mediático o alteraciones del orden público, como en el caso actual de la “universidad” San Martín.

Ante tamaña debilidad, el gobierno acaba de expedir un nuevo decreto reglamentario (el 2219 del 31 de octubre), que crea la Superintendencia de Educación Superior e intenta darle dientes al Ministerio.

Pero el proceso de registro calificado sigue sin garantizar las condiciones mínimas de funcionamiento. Este proceso está a cargo de la Comisión Nacional de Aseguramiento de la Calidad de la Educación Superior (CONACES), creada en 2003 y reformada en 2012. Dos grandes limitaciones afectan la eficacia y confiabilidad del registro calificado:

- Primera, en vez de definir un conjunto objetivo, transparente y verificable de indicadores mínimos para el funcionamiento, se optó por copiar el modelo burocrático del sistema de acreditación, basado en evaluaciones subjetivas y aleatorias de ‘pares’ académicos sin formación en evaluación, de tal manera que tanto el registro calificado como la acreditación dependen básicamente de la composición del grupo de pares evaluadores.

El resultado han sido muchísimos programas con registro calificado, pero con malas condiciones de calidad educativa. Y algo similar se ha sido visto en el proceso de acreditación.

- La segunda limitación proviene de que la CONACES no esté compuesta por expertos independientes en materia de evaluación sino por docentes de las instituciones postulados con la intención de colonizar y controlar las instancias decisorias en favor de “universidades” como la San Martín.

El Estado solo pudo intervenir cuando se presentaran situaciones extremas, rayanas en lo penal y acompañadas de escándalo mediático.

La punta del iceberg

Un ejemplo reciente da cuenta de esta situación. En programas radiales sobre la San Martín se ha dicho que muchos de sus docentes ganan $ 12.000 pesos por hora de clase y con descuentos reciben $ 7.000. ¿Qué calidad puede esperarse de este tipo de docentes, y cómo es posible que los programas donde trabajan disfruten de registro calificado? ¿Cómo se otorgó dicho registro?

Otro ejemplo de la poca confiabilidad de la CONACES y de sus sesgos ha sido el otorgar registro calificado a programas técnicos y tecnológicos del SENA, pese a que estos no corresponden por supuesto a los objetivos y estándares académicos de la educación superior.

La crisis de la San Martin, y la de muchas otras instituciones de educación superior, es una expresión de la debilidad del Estado tanto para asegurar la calidad como para ejercer su función de inspección y vigilancia.

Esta debilidad crónica no se resuelve con medidas casuística ante crisis y escándalos recurrentes, sino con la reforma de la Ley 30 y la adopción de otro sistema para asegurar y vigilar la calidad de la educación superior.

 

* Profesor del departamento de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia

Artículo publicado en  razonpublica.com 

 

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