¿Qué hace una noruega ayudando a desminar a Colombia?

¿Qué hace una noruega ayudando a desminar a Colombia?

En su historia están las claves para entender por qué Vanessa Finson dejó la tierra nórdica para entregarse a la batalla contra este enemigo silencioso y mortal

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diciembre 18, 2016
¿Qué hace una noruega ayudando a desminar a Colombia?

La noruega Vanessa Finson nunca vivió la guerra, pero sabe lo que significa la herencia de la guerra. Su abuelo fue testigo de combates navales frente a su casa, su mamá creció en una de las casas de fabricación manual que los suecos enviaron a su país después de la Segunda Guerra Mundial, y en la casa de campo de su familia aparecieron en el sótano minas y bombas dejadas por los alemanes.

Hoy, años después de ese extraño hallazgo, Finson dedica su vida a hallar y desenterrar artefactos explosivos de una guerra que no es suya. Es la directora en Colombia de Ayuda Popular Noruega (APN), una organización con amplia experiencia en tareas de desminado en el mundo, que desde hace 19 meses lidera la tarea de desminar sectores de las veredas El Orejón, de Briceño (Antioquia), y Santa Helena, de Mesetas (Meta), los dos proyectos piloto pactados en 2015 en la mesa de negociación de La Habana.

Un proceso que ha sido todo menos fácil. Tal como lo documentó ¡Pacifista! , durante el proceso murió un soldado que hacía labores de desminado, sectores de la comunidad cuestionaron la manera como se eligieron los cuadrantes a desminar e, incluso, una vaca murió luego de pisar una mina.

Sin embargo, al margen de esas dificultades, el proceso sirvió para generar confianza entre soldados y guerrilleros, y para liberar 40 mil metros cuadrados de territorio colombiano (de 51,24 km2 contaminados). La definición del proyecto en Cuba sobrevivió a la muerte de 11 militares en Cauca por cuenta de una ataque de las Farc ejecutado en abril de 2015 y a la muerte de 26 guerrilleros en ese mismo departamento luego de un bombardeo realizado por el Ejército en mayo de ese año.

La selección de la coordinación del piloto fue una de las muestras concretas de voluntad de paz que ofrecieron las partes durante la negociación. APN también fue elegida por la Dirección para la Acción Contra Minas (Daicma) para ayudar en tareas de gestión de información y por la Brigada de Desminado Humanitario del Ejército para entrenar perros y hombres, criar los cachorros que apoyarán las labores de descontaminación y capacitar a los futuros entrenadores de perros.

Ahora que culminó el piloto pactado en la mesa de conversaciones —al que solo le resta una ceremonia de entrega oficial—, hablamos con Vanessa Finson sobre los resultados del proyecto. Finson revela detalles no conocidos sobre las dificultades de emprender un proceso de este tipo en un país como Colombia, hace críticas de cara a los retos de lo que está por venir y reconoce lo difícil que fue aceptar el triunfo del No en el plebiscito en momentos en que, embarazada, dedicaba su vida a la terminación del conflicto en territorio colombiano.

¿Cómo llegó APN a la mesa de conversaciones?

En 2004 comenzamos a trabajar con la Organización Nacional Indígena de Colombia y con la Asociación Nacional de Zonas de Reserva Campesina. En 2014, cuando nos dimos cuenta de que el país había progresado en el tema del desminado, decidimos acreditarnos como organización civil de desminado humanitario. Luego, en la Navidad de ese año, nos invitaron a La Habana para sugerir un piloto, cuyo objetivo principal era ‘desescalar’ el conflicto, crear confianza y mostrar resultados concretos. Fuimos en enero de 2015 y estuvimos varias semanas discutiendo los detalles, hasta que llegamos a un acuerdo. El piloto empezó en mayo y culminó hace dos semanas. Liberamos 20 mil metros cuadrados en El Orejón y más de 20 mil en Santa Helena, beneficiando a más de 15 mil personas. El proyecto, que fue financiado por Noruega, Estados Unidos y la Unión Europea, también incluyó proyectos de respuesta rápida: gestionamos la construcción de una escuela, una casa comunitaria y arreglamos un puente. Son cosas que no hacemos normalmente, pero vimos que esas comunidades estaban aisladas social, política y económicamente. El tema se convirtió en nuestra preocupación principal en cuanto al proceso de paz.

¿Qué descubrieron ustedes durante estos dos ejercicios de desminado?

En ambas veredas encontramos que la población está acostumbrada a vivir con la amenaza de las minas. Las Farc les decían: “no vayan por ahí”, o ponían las minas en la noche y las quitaban en la mañana. Entonces, los adultos se acostumbraron a la presencia de estos artefactos. Entre otras, porque sus requerimientos en otros temas son muy altos. En Santa Helena, por ejemplo, escuchamos cosas como esta: “No hemos visto a nadie del Gobierno en 30 años”. Allá los niños deben montar tres horas a caballo para llegar a la escuela…. Por eso creemos que las minas están muy abajo en la lista de prioridades de la gente. No estoy diciendo que el desminado no sea importante. De hecho, es la precondición clave para todo lo que va a pasar (en el posconflicto), pero tiene que ir acompañado de soluciones para las necesidades de la gente: puentes, carreteras, escuelas, casas…

¿Cómo se definieron las zonas donde se desarrolló el piloto?

Empezamos la discusión con varias zonas donde pensamos que se podría hacer un trabajo antes de llegar al acuerdo final. Las dos zonas que finalmente se eligieron estaban en esa lista, pero la decisión la tomaron las partes y no se nos suministró información al respecto.

Sin embargo, le puedo decir que para las Farc era muy importante que entráramos a lugares donde no hubiera solo minas, sino también restos de explosivos de guerra y artefactos sin detonar; es decir, contaminación generada por el Gobierno. Al final, encontramos 60 minas y un solo artefacto sin detonar, porque el Gobierno había hecho previamente la descontaminación del material que dejaron los bombardeos.

Nosotros no hicimos parte de la discusión sobre las zonas, el protocolo de seguridad o el protocolo de comunicaciones. Esa última fue nuestra mayor lección aprendida.

¿Por qué?

En la mesa nos dijeron que el protocolo de comunicaciones sería manejado por las partes. Eso pudo haberse pensado diferente, porque si los colombianos hubieran visto que las dos partes estaban trabajando juntas y que las Farc estaban dispuestas a compartir información, el resultado del plebiscito tal vez hubiera sido distinto.

En lugar de eso, había muy pocos medios en terreno. Cada semana nos llegaban peticiones de periodistas de todo el mundo para conocer el piloto, pero nos tocaba enviar las solicitudes a La Habana y muy pocas fueron aprobadas. Hubiera sido mejor que estuviéramos involucrados en ese tema.

¿En algún momento le hicieron esa solicitud a las partes?

No, en cierto modo no sabíamos cómo hacer esos requerimientos, porque estábamos allí para facilitar las cosas y las partes eran las que tomaban las decisiones. Pero sí hicimos solicitudes específicas. Por ejemplo, las Farc querían vivir en casas separadas, con la Cruz Roja, mientras el Batallón de Desminado Humanitario (Bides, hoy convertido en Brigada) quería vivir en sus propios campos. Nosotros dijimos: “No, tenemos que vivir juntos”. Y así lo hicimos.

¿Cómo crearon confianza durante la convivencia?

Hicimos muchas cosas para bajar la tensión: jugamos fútbol una vez a la semana con equipos mixtos, creamos un logo del proyecto —que es una paloma— y diseñamos uniformes iguales para todos.

Los primeros días cada uno estaba con los suyos, pero después todos se unieron: las Farc explicaron cómo hicieron las minas y dónde las pusieron, mientras las Fuerzas Armadas contaron cómo hacían el desminado. Nosotros, de otro lado, les hablamos de nuestra experiencia internacional. Fue una combinación entre el acto de profesionalizar lo que estábamos haciendo y forjar un sentido de equipo.

¿Qué tanto pusieron las Farc y qué tanto puso el Gobierno para que el proyecto saliera adelante?

Fue sumamente claro que las Farc tienen información muy específica sobre la contaminación. Ellos nos podían decir: “Ahí pusimos cuatro minas”, “esas tienen químicos”, “esas tienen poco metal”. Desde un punto de vista operativo, eso es divino, porque normalmente no tenemos ese tipo de información. Tener o no información específica cuenta mucho a la hora de calcular cuánto tiempo, dinero, vidas y piernas se pierden en este tipo de procesos

En cuanto al Gobierno, decidió continuar con el proyecto aún en los momentos más difíciles de la negociación y estuvo dispuesto a compartir información con las Farc. Ademas, el Bides y la Daicma hicieron un trabajo muy profesional.

Las Farc van a desaparecer como grupo armado y, por tanto, van a dejar de sembrar minas. Pero el ELN y las bandas criminales seguirán haciendo uso de esos artefactos explosivos. ¿No cree que desminar en medio de la guerra es infructuoso?

Normalmente, el desminado se hace después de terminado el conflicto. Por eso, ahora mismo las prioridades del Gobierno están en las áreas controladas por las Farc, donde no hay otros grupos armados. Creemos que si el Gobierno hace un plan rápido y concreto para entrar a esas zonas va a ser mucho más difícil para otros grupos llenar esos espacios.

En cuanto al ELN, esperamos que empiecen pronto las negociaciones y que, habiendo un acuerdo con las Farc y una negociación con el ELN, el Gobierno pueda enfocarse en las bandas criminales.

Es obvio que si nosotros vemos que luego de desminar vienen detrás otros grupos poniendo minas, revaluaremos nuestro trabajo. Los donantes no va a querer pagar por eso, y hacer desminado en Colombia es muy, muy costoso.

¿A qué se deben los altos costos?

 

Primero, el salario de un desminador acá, comparado con el de uno de Laos o de Camboya, es muy alto. Segundo, la burocracia en Colombia es muy extensa; ninguno de los países europeos es tan burocrático como Colombia. Nosotros gastamos mucho dinero solo en la acreditación, en papeles, en procesos.

Además, el sistema financiero colombiano es muy pesado. Nosotros generalmente compramos en la tienda de la esquina y contratamos gente en las zonas donde trabajamos, no solo porque es fácil, sino también para dejarle algo a esos lugares. Acá es muy difícil por el tema de contaduría y legalización. Yo tengo siete personas en finanzas, y en la casa matriz, que maneja 47 programas, hay 11 personas en ese departamento. El sistema está hecho para ser ineficaz, para contratar gente y no para invertir el dinero.

La importación también es casi imposible. Como somos una organización humanitaria, el Gobierno solo nos deja hacer una importación al año, y yo tengo que importar detectores, equipo protector, máquinas, carros, GPS. El costo del desminado por metro cuadrado en Colombia es el más alto del mundo.

Frente a esa realidad, ¿la comunidad internacional no preferirá en el futuro cercano invertir sus recursos en países más baratos?

Por el proceso de paz, en este momento el enfoque está en Colombia. Pero en cinco años los ingresos serán menores. En Siria, Irak, Yemen, las crisis son más grandes, y la comunidad internacional seguramente va a enfocar allí su dinero. El Gobierno debería facilitar el trabajo de las organizaciones que estamos prestándole un servicio al país y empezar a planear cuándo y cómo va a poner todo el dinero que se requiere para hacer el desminado.

Volviendo al plebiscito, ¿el resultado cambió en algo su percepción sobre el proceso de paz?

Quedé muy sorprendida. Mi reacción inmediata fue: “¿Para qué estoy haciendo esto?” Estaba trabajando 80 horas por semana, embarazada, viajando cada dos semanas a Cuba. Sin embargo, fue clave la manera como las partes se mostraron cuando ganó el No. El Gobierno y las Farc dijeron: ‘Vamos a continuar’, y eso demostró que lo importante era seguir adelante.

Tampoco es fácil para mí hablar de perdón, porque hago parte de la primera generación de noruegos que no ha vivido la guerra. Mi abuelo vio barcos inundándose frente de su casa, mi mamá creció en una de las casas de rápida construcción que mandaron los suecos después de la guerra, y en la casa que mi familia tenía en el campo encontramos minas y bombas en el sótano, porque los alemanes la habían usado durante la confrontación. Yo, en cambio, nunca sentí la guerra en la piel, y creo que tampoco podemos pedir a los colombianos que se olviden de algo que ha durado tanto tiempo y que ha costado tantas vidas.

Pero tengo mucha esperanza en Colombia y siento que es un privilegio poder vivir este momento.

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*Por: María Flórez. Retomado de: Pacifista.co 

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