¿Piensa viajar a Miami? Esto es lo que le puede pasar
Opinión

¿Piensa viajar a Miami? Esto es lo que le puede pasar

Por:
marzo 30, 2015
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Hace unos días regresé de un corto viaje a Miami, ciudad a la que voy, al igual que miles de colombianos y muchos más suramericanos, a ver a visitar familiares. Cada vez que viajo recurro al inútil ejercicio de comparar las proezas que hay que realizar ahora, con la facilidad para hacerlo en los lejanos días de mi adolescencia, o en aquellos otros antes del narcotráfico, que cambió para mal casi todos los aspectos de la vida.

Desde el hecho de sacar la visa, algo que uno no hacía personalmente, sino a través de una persona mayor que acudía a los buenos oficios de Alicia González, la legendaria secretaria del consulado americano en Medellín, y quien procedía a entregar en una mañana el visado de los pasaportes de todos los miembros de una familia.Pero esto parece ser lo de menos. Narcotráfico, terrorismo y una indudable paranoia de los norteamericanos, han hecho que traspasar la frontera de ese país sea una hazaña, a la cual nos plegamos porque no hay otra manera de hacerlo, y porque la costumbre se va instalando de manera tal, que lo que es absurdo nos llega a parecer natural. Ni el hecho de quitarnos chaqueta, zapatos, cinturón, de ser revisado con esa especie de varita mágica que es el censor que nos pasan alrededor del cuerpo no una, sino varias veces, con pocos metros de distancia, ni las interminables colas de turistas para llegar al puesto de inmigración después de aterrizar y de caminar por largos pasillos, subir por escaleras eléctricas, tomar el trencito, volver a caminar sobre los propios pies o por lentas cintas mecánicas, con el peligro de enredarse en la pequeña maleta de mano sobre ruedas que cada viajero lleva de la mano, a velocidades increíbles porque todos parecen tener prisa por llegar a un urgente destino.

Prisa que se ve burlada en la fila para llegar al puesto de control de pasaportes que en época de vacaciones puede durar una hora, hora y media, quizás más, siempre bajo las instrucciones que vociferan hombres y mujeres para que los turistas no vayan a equivocarse, a hablar por celular, a tomar fotografías. Al llegar al puesto de control, algunas personas, como yo, debemos pasar a una segunda inspección porque hay algo que nos hace sospechosos. En mi caso, según he podido informarme de manera más o menos casual porque nadie da información clara al respecto, se trata de una homónima, María López, buscada por las autoridades norteamericanas. El hecho de llamarme María Cristina Enriqueta Restrepo López me hace merecedora de pasar a lo que llamo “el cuartico”.

Allí la espera se prolonga en medio de un ambiente de velada intimidación. La mayoría de las personas que allí se encuentran son personas del tercer mundo que esperan en medio de un silencio sepulcral a que les sea devuelto el pasaporte. Los oficiales vestidos de negro (bien conocían Hitler y Mussolini el efecto que causan estos uniformes), llaman a las personas bien sea para entregarles su pasaporte y permitirles la entrada o para someterlos a fotografías, toma de huellas digitales e interrogatorios o de un abierto bullying como me tocó presenciar esta vez, cuando un oficial con acento norteamericano-caribeño, obviamente hijo de inmigrantes, amenazaba a una señora española con deportarla si la sorprendían trabajando, algo que él sabía de antemano que iba a ser así. Y al estrés de esta situación, donde no se sabe qué sorpresa se pueda esperar, se añade la preocupación de pensar en el equipaje que debe permanecer abanado, con el peligro de que alguien introduzca algo en él.

Cuando por fin esto ocurre y se encuentran las maletas en un rincón o todavía dando vueltas en la banda giratoria, hay que emprender una segunda maratón de pasillos rectos y en espiral, ascensores, trencito, más pasillos, cosa que está muy bien para los jóvenes, o para las personas de la tercera edad que pueden disfrutar de una silla de ruedas pero que es difícil para los intermedios, hasta poder alquilar un carro que lo ayude a salir de ese laberinto plagado de obstáculos físicos y sicológicos con un sentimiento de indignación pero también de haber superado una prueba. Entonces se puede disfrutar de la belleza de una ciudad rodeada de agua y de una exuberante vegetación, de su arquitectura, de la creciente oferta cultural, de las vitrinas del Design District, de los supermercados atiborrados de alimentos del mundo entero, una verdadera muestra de consumo sibarita.

A esto se añade otro espectáculo que resulta novedoso: hay largos trancones pero la gente los asume con serenidad, oyendo música, la lectura de un libro digital, hablando por celular. La gente tiene trabajo y trabaja para vivir. Todos regresan a sus casas temprano, hacen deporte antes de que anochezca, sacan a pasear a sus niños y sus mascotas por unas aceras sin huecos, transitan por unas calles amplias, limpias, se reúnen con amigos, van al restaurante de la esquina y cumplen la ritual visita diaria al supermercado con un rostro sin la crispación que con tanta frecuencia vemos aquí. Yo diría que esto se debe al aporte de la educación del primer mundo, y al amor por la vida de los latinos. A veces esas fusiones dan resultado, por más obstáculos que haya en el camino.

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