"Mis momentos con Gabo": Jorge Enrique Botero

"Mis momentos con Gabo": Jorge Enrique Botero

Le agradeceré siempre al periodismo que me haya regalado varios encuentros cercanos con nuestro Nobel de Literatura en diversos lugares de América Latina y en épocas distintas de la vida.

Por:
abril 17, 2014

Conocí a Gabriel García Márquez, como la gran mayoría de los mortales, a través de sus libros, que yo leía por aquellos días de finales de los 60 desafiando las advertencias de algunos profesores retrógrados del colegio, quienes consideraban que aquellos mundos de aguaceros interminables, donde desfilaban mujeres como Petra Cotes o Pilar Ternera, eran toda una incitación a la lascivia. Eso, sin mencionar la “clarísima intención subversiva” que se escondía detrás de aquellas historias llenas de huelguistas masacrados por el ejército y de hombres que regresaban de las  guerras civiles a esperar una pensión que el gobierno nunca les enviaría.

La primera vez que tuve en frente a Gabo fue en 1987, en el lugar menos poético y más alejado del realismo mágico parido por su pluma inigualable: una exposición industrial. La muestra exhibía todo tipo de maquinarias y transcurría en La Habana (Cuba), donde él ya tenía una preciosa casa en las inmediaciones de El Laguito, al oeste de la ciudad. Su llegada fue intempestiva y cogió totalmente fuera de base a los periodistas que nos encontrábamos en el enorme recinto, dedicados a reportear las virtudes de los nuevos equipos hidráulicos búlgaros y el poderío de unos tornos que se fabricaban en la Unión Soviética. Más árida no podía  ser aquella misión periodística.

Con cinco años a bordo de su Premio Nobel, García Márquez era ya toda una celebridad a quien le tocaba lidiar con las multitudes que se formaban a su paso, así como con las luces y los flashes de las cámaras. Recuerdo que mi primera impresión, cuando lo divisé a unos cincuenta metros de distancia, fue la de estar viendo a un típico personaje del Caribe, alegre y mamador de gallo, con una enorme sonrisa bajo su bigote abundante. Era tal el furor que había despertado que durante unos segundos deje de verlo pues se había perdido entre la masa que quería saludarlo, decirle algo, así fuera en lenguas eslavas, o pedirle un autógrafo.

En esas andaba cuando recordé que tenía en casa un gran afiche, publicado por una revista holandesa, en el que aparecía él abrazado a su esposa, Mercedes Barcha. No lo pensé dos veces y salí disparado hacia el pequeño apartamento del reparto Flores y que por fortuna estaba a escasas cinco cuadras. Cuando volví, jadeante, Gabo no había podido andar ni la mitad de la feria, así que me abrí paso entre la multitud hasta que, hablando colombiano, logré llamar su atención y quedar a su lado. Su sorpresa fue enorme cuando vio el enorme afiche; indagó dónde se había publicado y mientras me lo firmaba, dibujando al lado de su nombre una margarita de largo tallo, quiso saber a qué me dedicaba.

Le conté que trabajaba desde hacía un año en la redacción central de Prensa Latina (PL) y pude ver cómo su rostro se iluminaba, atravesado quizás por una ráfaga de recuerdos de sus días de reportero. En 1961, él había abierto la primera oficina de PL en Bogotá y ese mismo año fue su corresponsal en Nueva York, iniciando una larga y nunca interrumpida relación con Cuba que lo llevaría a construir una estrecha amistad con el líder histórico de la Revolución, Fidel Castro.

El Nobel me preguntó cómo iban las cosas por la agencia y prometió que se pasaría por la redacción, situada en la hermosa Rampa del barrio de El Vedado. Yo, por mi parte, sin ninguna otra opción, le pedí que me dejara hacerle una breve entrevista. El maestro esbozó una sonrisa más bien burlona, me pasó el brazo por el hombro y –como si le estuviera dando un preciado consejo al joven principiante- me dijo:

-Para qué quieres hacerme una entrevista si puedes hacer una crónica de mi visita a la feria.

Lo vi perderse entre su nube de admiradores y salí volando para Prensa Latina a escribir una crónica que titulé “Una tarde con García Márquez en Pabexpo”, en la que relaté detalles de su inesperada aparición en el mundo de las máquinas.

Otro día cubano, unos meses después, escribí otra crónica para PL, pero esta vez en uno de los hábitats favoritos del Maestro: la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV) de San Antonio de los Baños, creada por iniciativa suya. Allí disfruté junto a sus alumnos de una fantástica clase de cine dictada por el Premio Nobel de Literatura. Lo acompañaba la guionista colombiana Martha Bossio, que por aquella época había logrado darle un vuelco a las telenovelas, sacándolas del tono y la forma de los culebrones, para darle paso a historias frescas, interpretadas por personajes más parecidos al ciudadano común y corriente, con adecuadas dosis de humor, amor, poder, celos y venganzas.

El Gabo que vimos aquella mañana luminosa, era un profesor provocador e incisivo, que no permitía los desenlaces fáciles de las historias y les subrayaba a sus alumnos la importancia de construir personajes sólidos. Escuchando las historias que proponían sus estudiantes, echaba mano de múltiples ejemplos de la cinematografía universal, en especial de las películas del neorrealismo italiano que tanto alababa. También les transmitía sus propias experiencias como escritor de cuentos, novelas y guiones. Ese día, según registré en mi crónica, echó el cuento de cómo había escrito una y otra vez el final de aquella formidable pieza titulada “El rastro de tu sangre en la nieve”.

CON GABO EN MÉXICO

Dos años después me lo volvía a topar, ésta vez en México. Corrían los primeros meses de 1990 y un grupo de periodistas de diversas agencias internacionales de noticias (yo seguía en PL) habíamos sido invitados por el gobierno a cubrir un par de inauguraciones que haría el entonces Presidente, Carlos Salinas de Gortari, en el norteño estado de Coahuila. Las autoridades habían dispuesto un avión para el mandatario y su equipo de gobierno, y otra aeronave para los periodistas. Nuestro avión parecía tener alguna falla, pues llevábamos más de media hora a bordo y nada que arrancábamos, de repente descubrimos el motivo de la espera cuando entró, de nuevo con su enorme sonrisa dibujada bajo el bigote, el premio Nobel de Literatura. La conmoción fue general y lo primero que se escuchó fue una salva de aplausos: eran colegas saludando al gran escritor que había subido por los peldaños de la reporteria hasta las cumbres de la literatura, convirtiéndose en una de las voces más potentes de nuestro continente.

En medio de la algarabía noté que Gabo me había reconocido y cual no fue mi sorpresa cuando se dirigió a la fila donde yo estaba sentado y me saludó con un apretón de manos mientras decía:

-Ustedes los de Prensa Latina ahora están en todas partes, no te imaginas la proeza que era aquello de hacer periodismo para PL a comienzos de los 60.

Y allí, rodeado de colegas, nos contó que había tenido un pequeño altercado con la gente de protocolo de la Presidencia pues ellos insistían en montarlo en el avión de Salinas y él había dicho que si no lo mandaban con los periodistas sencillamente no viajaría. Era muy temprano en la mañana, nos habían citado a las cinco am, así que tan pronto el avión tomó pista para despegar, casi todos, incluido el Gabo, roncábamos plácidamente. En Coahuila lo perdimos: se lo llevaron para que acompañara a la delegación oficial en las inauguraciones y al regreso lograron convencerlo de viajar en el avión presidencial.

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México, sin embargo, me regalaría otro encuentro, ésta vez más largo y cálido con Gabriel García Márquez, el escritor que me había dejado sin aliento mientras leía el Otoño del Patriarca, para mí su obra más osada.

Resulta que, además de ocuparse en la formación de nuevos cineastas, a García Márquez le dio por crear la Fundación del Nuevo Periodismo Latinoamericano, que a comienzos del siglo XXI se alió con la poderosa cementera mexicana Cemex para instituir el Premio Nuevo Periodismo, que tuve el honor de ganar, en la categoría de televisión, en el año 2003. El trabajo ganador, emitido por el Canal RCN, se titulaba “Cómo voy a olvidarte” y narraba la historia del entonces coronel de la policía Luis Mendieta, en poder de las Farc desde 1998, y su familia.

Fui a recibir el premio a la ciudad de Monterrey en septiembre de 2003 y cuál no sería mi asombro cuando en la sala de espera del aeropuerto vi a García Márquez con su esposa y un numeroso séquito de funcionarios de la Fundación y de Cemex. Me extrañó que el propio Gabo fuera a recibirme al aeropuerto, pero rápidamente entendí lo que sucedía: en el mismo vuelo que me había llevado a Monterrey viajaban el maestro José Salgar, que sería homenajeado por toda una vida y una obra dedicada al periodismo. El abrazo entre Salgar y García Márquez duró un par de minutos, durante los cuales imaginé la cantidad  de imágenes y recuerdos que pasó por la mente de los viejos amigos.  No en vano, el jovencito reportero llegado a Bogotá desde las costas caribes había sido subalterno y discípulo de Salgar, el aguerrido Jefe de Redacción del diario El Espectador durante casi toda la década del 50.

Por supuesto, Gabo me saludó y me felicitó, aunque pude ver que, más 12 años después del último encuentro, no recordaba muy bien dónde y cuándo era que me había conocido. Aproveché para refrescarle la memoria mientras caminábamos hacia la caravana de Mercedes Benz que nos llevaría al hotel.

Al otro día, hubo un seminario sobre periodismo latinoamericano en una sala atestada de colegas de todo el continente y cuando pedí la palabra para contar cómo el periodismo colombiano había caído a los pies del presidente Álvaro Uribe, sentí su mirada inquisitiva que se hacía algo intimidatoria detrás de sus gafas enormes de altísimo aumento.

A la salida del seminario, me tomó del brazo y me apartó de la multitud:

-Mañana, después de la entrega del premio, te quiero invitar a almorzar, pero te voy a pedir que no hablemos de política colombiana.

Y así fue. Terminado el solemne acto de entrega del premio, que recibí de las manos de mi escritor más admirado, salí con él y con su esposa rumbo a un restaurante fabuloso situado cerca de un gran centro comercial. Hubo un momento en que yo no podía creer que estuviera sentado a manteles con Gabriel García Márquez y su esposa, los tres solos, en la mejor mesa de aquel restaurante de lujo, pero las palabras del Nobel me sacaron del ensimismamiento: Gabo le hablaba a su mujer y ella le escuchaba con aquella serena paciencia con la que tantas veces había visto yo a mi madre oír las cantaletas de mi papá cuando éste se fue haciendo viejo.

-Ayer ni me miraste, escuché que le susurraba él a su amada Mercedes

Ella dejó escapar una mirada pícara hacia su marido quien atacó de nuevo:

-Es que tú ya no me quieres, dijo el Nobel, afirmando, no preguntando

A Mercedes le dio risa y me miró sin comentar nada, pero diciendo con su gestualidad que no le paráramos bolas. No lo hicimos y el dejó el tema del amor en los tiempos de México para concentrarse en la carta que nos extendía un pequeño ejército de meseros solícitos y emocionados.

Mientras mirábamos la carta en silencio pude advertir que había un gran revuelo a nuestro alrededor y cuando levanté la vista, observé cómo muchos de los comensales salían apresurados del restaurante, luego de que alguien anunció que atravesando la calle había una librería. Al terminar nuestros platos, Gabo accedió a firmar libros, no sin comentar, entre mamagallista y chicanero, que el librero de en frente tendría que llamar a la editorial para que le surtieran nuevamente los estantes que habían sido arrasados.

Desatendí su solicitud de que no habláramos de política durante el almuerzo, preguntándole por qué y me contestó que me había notado muy anti uribista en mi intervención en el seminario del día anterior y él, en cambio, estaba de acuerdo con la entonces incipiente gestión del Presidente. No sé si se mantuvo en la misma tónica a lo largo de los ocho años de Uribe, pero me sorprendió que un hombre como García Márquez, que había sufrido en carne propia las políticas represivas del Estado, compartiera la llamada seguridad democrática.

Cuando llegaron los platos que habíamos ordenado (yo pedí langosta pero no recuerdo que comieron los Garcia Márquez), apareció en escena, como un enviado perfecto para romper el hielo, el escritor y excanciller nicaragüense, Sergio Ramírez, quien inclinó la conversación hacia los planes de la Fundación del Nuevo Periodismo.

Al final, cuando apenas terminábamos el postre, Gabo hizo una señal y alguien en la puerta permitió el acceso de decenas de personas que hacían cola, libro en mano, para tener el autógrafo del Nobel. Y fue cuando pude ver en el rostro de jóvenes, mujeres y hombres del común, no solo la admiración que profesaban hacia nuestro escritor de Aracataca, sino el afecto que cultivaban hacia el hombre que pidió desde el Viejo Continente, a nombre de todos nosotros, una oportunidad en la historia para las estirpes condenadas a cien años de soledad.

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