Los profesores: el verdadero problema de la educación en Colombia

Los profesores: el verdadero problema de la educación en Colombia

Los malos resultados de las pruebas Pisa es la falta de vocación y la mediocridad de tantas personas que escogieron este oficio

Por: Fabio Alberto Lopera Pérez
enero 29, 2017
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Los profesores: el verdadero problema de la educación en Colombia

Leyendo el artículo Docentes rémoras; una triste realidad, recientemente publicado por Las2Orillas, puedo decir que estoy casi de acuerdo con su autor, Fernando García, y con todos quienes en las redes sociales han dejado sus comentarios expresando un pensamiento y postura similar. Y digo casi, porque a diferencia del autor y muchos de sus lectores, estimo que, el porcentaje de “docentes rémoras” es muy superior al de quienes  se esmeran por dignificar el ejercicio educativo, pues mis experiencias, primero como alumno y luego como docente, me permiten afirmar que uno de los grandes motivos de la pésima calidad de la educación colombiana es la falta de vocación de tantos hombres y mujeres que ante su mediocridad, inseguridad material, diarrea mental  y falta de decencia, optaron por ser docentes.

Sin embargo, en defensa de estos desventurados, desposeídos de principios y valor para transformar sus tristes realidades, considero que, si bien son parte del problema, no son el problema, dicho de otra forma, no son la enfermedad, son simplemente un síntoma, pues éstos infaustos  que deambulan por nuestras aulas con la consabida consigna de adoctrinar, llenando a sus alumnos de contenidos atomizados y estandarizados, que es una vil manera de aculturación, más que culpables, son víctimas (resultado) de un nefasto sistema educativo.

El principal problema de nuestro sistema educativo radica en que tenemos un modelo tan inhumano como quienes nos gobiernan; un modelo obsoleto y descontextualizado, hecho a la imagen y semejanza de la revolución industrial y que por lo tanto corresponde a los intereses del mercado, quien además de controlar a la comunidad controla también al estado, y este a su vez a la comunidad, es decir, nuestro sistema educativo se mueve en una lógica de mercado, de ahí que tenga como eje fundamental la formación en competencias, donde el profesor actúa como un conferencista desde una tarima desde la cual emite un mensaje, sin que haya espacio para la crítica; todo lo que el profesor dice es palabra de Dios, creando, con insospechada complicidad, borregos que sean en el futuro  ciudadanos obedientes y trabajadores productivos para la industria.

Nuestro país tiene una riquísima diversidad cultural, que desafortunadamente está siendo devastada por un perverso sistema educativo que, lejos de ser el resultado de una construcción social, es decretado desde oficinas por “intelectualoides” que no saben absolutamente nada del asunto y que ignoran (o tratan de ignorar) las realidades y los contextos de los diferentes territorios.  Esto evidencia  que a nuestra clase dirigente lo que menos le interesa de la educación es su calidad y pertinencia,  pues sobre todo priman las cifras y estadísticas populistas de cobertura y retención, a tal grado que para incrementar el número de personas escolarizadas y disminuir los índices de deserción, no conformes con invadir el espacio familiar, han utilizado a la escuela, convirtiéndola en la plataforma desde la cual han sabido catapultar toda su política asistencialista.

En la escuela se desayuna, se almuerza y hasta se merienda; en la escuela se recibe ropa para asistir a ella, se dan útiles escolares, y bajo programas como “Familias en Acción”, hasta se les paga a los chicos y chicas para que asistan a estudiar. Todo parece ser válido con tal de mantener buenas cifras de “inclusión”.

Llega a tal punto la desvergüenza que para justificar la función asistencialista, que le han pretendido dar a la escuela pública, hasta se atreven buscarle un sentido pedagógico a todos estos beneficios, de dudosa filantropía, a los que se pueden  acceder: en la escuela hay que enseñar a comer, a vestir, a ahorrar. Mierda. Pura mierda y justificaciones. La escuela no tiene por qué enseñar valores que ya se deben traer de los hogares.

Pero como las inflexibles exigencias del mercado, y las regresivas políticas económicas y laborales, obligan a los padres a permanecer cada vez más ausentes de la casa, para ganar el sustento para sus hijos y satisfacer las necesidades creadas por el mismo mercado, el estado ha aprovechado la coyuntura, para usurpar el lugar del padre, presentándose como el padre putativo, único capaz de cumplir con las necesidades económicas del hogar;  y como todo padre necesita una madre, ahora pretenden hacer de la escuela la madre sustituta, única capaz de velar por el cuidado y crianza de los hijos. Muestra de ello es que no se están ahorrando esfuerzos por  ampliar el número de años y horas de escolarización, con la excusa de disminuir los índices de delincuencia, consumo de drogas, embarazos en menores, paternidad temprana y violaciones, entre otros, lo que no es más que una descarada manera de culpabilizar a la familia de todos los problemas sociales,  con lo que el mismo estado se está convirtiendo en el principal violador. Triste realidad, pero cierto, con todo esto lo único que está haciendo el estado es violar el espacio, la unidad y la convivencia familiar. Es el estado mismo quien mientras nos dice que la familia es la base de la sociedad, paradójicamente, la está destruyendo, con el pretexto de mejorar la calidad de la educación, al tiempo que acaba con el verdadero propósito que debe tener la escuela.

Si es cierto, como piensan muchos, que no hay mejor sistema que mamá escuela para garantizar el acceso a estas limosnas o dádivas de papá gobierno, habrá que buscar e implementar otros, si lo que realmente se busca es mejorar la calidad de la educación, cosa que sólo será posible cuando la escuela retome su verdadera función, que no debe ser otra diferente, que lejos de formar personas para la adaptación y resignación, forme sujetos críticos, propositivos, con capacidad para decidir e incidir, capaces de confrontar y transformar sus realidades, y responsables con ellos mismos, con la sociedad y con el entorno natural.

Amigo lector, no puedo concluir este artículo sin aclarar que no estoy en contra de las ayudas del gobierno, puesto que,  el estado más que un deber está en la obligación de garantizar el bienestar y el cumplimiento de los derechos de sus ciudadanos, por lo que estas acciones no las debemos recibir como un reglado, sino como un derecho. Lo que cuestiono es la manera,  y el carácter de asistencialismo, con que se  ha venido deformando el concepto de política social; mientras el primero, (coincidiendo con muchas personas) “tiende a generar una situación de dependencia y a perpetuar la pobreza”; el segundo, “impulsa políticas de promoción de la persona, en donde el hombre sea sujeto y motor de su propio desarrollo”.  Por consiguiente, el asistencialismo le da a la pobreza un tratamiento de “desgracia personal”, de manera que se actúa con generosidad esperando agradecimiento; mientras que las políticas sociales están encaminadas a incidir y cambiar las causas estructurales de la pobreza, desigualdad y exclusión. Las políticas sociales tratan a los pobres como ciudadanos de derechos, a quienes hay que garantizar los mismos; en cambio, el asistencialismo trata a los pobres como pobres, a quienes hay que llegar con soluciones pobres, para que sigan siendo pobres, pues al fin de cuentas son los pobres quienes en las urnas depositan sus votos, que finalmente resultan siendo el pago a “tanta generosidad”. Es así como, vemos que los pobres no son un invento de Marx, sino el resultado de las políticas decretadas por los oligarcas que democráticamente elegimos cada cuatro años y quienes, como canta Serrat, “no se han enterado que Carlos Marx está muerto y enterrado”.

Desde esta perspectiva, siendo la educación una importante variable de las políticas públicas que impactan simultáneamente sobre otras como la equidad, la justicia, la convivencia  y el desarrollo social, además de ser la principal herramienta para construir una paz estable y duradera, hoy más que nunca, se precisa la necesidad de políticas públicas educativas, contextualizadas, encaminadas a formar personas con criterio, capaces de transformar sus realidades, no de adaptarse a ellas. Es necesario repensar la escuela como un escenario de cambio y no de adaptación; sólo cuando estas condiciones estén dadas se podrá invertir el orden de la pirámide y devolver al ciudadano su puesto en la misma, dicho de otra forma, una auténtica educación de calidad y pertinencia, nos debe conducir a que sea la comunidad quien controle tanto al estado como al mercado.

Bien describió Nelson Mandela a la educación como “el arma más poderosa para cambiar el mundo”, pero esto lo desconoce nuestra clase dirigente, por lo que hoy más que nunca se aboga por una educación diferente, que debe empezar por la construcción participativa de nuevos currículos, acordes a los contextos socio-culturales determinados; que corresponda a las verdaderas necesidades, intereses y expectativas de cada uno de los actores de la comunidad educativa; que acerque nuevamente la familia a la escuela para poner fin a ese divorcio ocasionado por el estado. Se precisa un modelo educativo más humano, que empiece por educar y humanizar a quienes hacen las leyes y las representan. Tarea difícil.

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