La "rebatiña" del poder en Colombia, según William Ospina

La "rebatiña" del poder en Colombia, según William Ospina

En su último libro ‘Pa que se acabe la vaina’ este serio intelectual toma posición política para no encumbrar a la misma dirigencia "mezquina e irresponsable" de los últimos 100 años.

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noviembre 28, 2013
La

‘Pa que se acabe la vaina’ es un ensayo de 200 páginas que hace un registro -con enormes reflexiones incluidas- de todo cuanto ha pasado con la dirigencia política del país durante los últimos 100 años. Su autor, el respetado intelectual William Ospina, se introduce en la historia del poder colombiano para evidenciar sus burlas frente a un pueblo ingenuo que nunca ha reclamado sus derechos. Las crisis que ha soportado el país, en suma para el autor, no se deben a ese nombre abstracto llamado Colombia; sino a la irresponsabilidad de personajes de carne y hueso, con nombres propios, los cuales se han encargado de hundirnos en la miseria. Desde el título, Ospina da un grito para despertar a un pueblo en letargo.

Capítulos I y II

Parte I

En todos los lenguajes del arte, Colombia trataba de descifrarse: después de las tormentas del medio siglo, después del trueno de Gaitán y de su trágico sacrificio, después del incendio de Bogotá y de las traiciones al pueblo, después del desangre y del odio, después del abrazo de los enemigos políticos y en vísperas de las grandes conmociones que serían resultado de todo aquello, Colombia no ceso de interrogarse y de buscar las claves de su enigma.

Pero en su primer momento, bastó que las élites de los partidos dejaran de predicar el odio para que la violencia se redujera a la persecución implacable de unas bandas de forajidos, la cacería de los monstruos. Sin embargo, ya era desalentador para un proyecto de civilización el modo como el ejército capturaba a los bandidos y ostentosamente exhibía su agonía en volquetas y furgonetas por las calles de los pueblos, para que la gente creyera que así se estaban pagando todas las culpas y corrigiendo todos los males.

Ya se sabe que los grupos paramilitares sólo pueden existir si el Estado les brinda su apoyo y su protección: en cuanto el conservatismo comprendió que tenía garantizado su acceso al poder, renunció a la violencia oficial; y una vez que los directorios liberales vieron a su vez asegurada la alternación, denunciaron y persiguieron a los guerrilleros que ellos mismos habían patrocinado.

La gente no pedía más que un poco de tranquilidad. Muchos campesinos prefirieron permanecer en las barriadas duras de la exclusión y de la pobreza, antes que volver a un campo que había quedado marcado por los estigmas de la sangre y del fuego. Los ríos habían arrastrado demasiados cadáveres, las aves de rapiña habían llenado demasiado el cielo con su tizne, había demasiadas casas fantasmas en las montañas, los cementerios habían crecido demasiado.

El viejo país de los bambucos y los pasillos, de las guabinas, los bundes y los torbellinos había muerto, y sólo las regiones afortunadas que no padecieron la Violencia, como los litorales del Caribe y del Pacífico, mantuvieron vivas las tradiciones, e incluso las hicieron florecer de un modo más intenso. Desde finales de los años cuarenta nada le había dado tanta alegría al país como esas cumbias de José Barros, esos porros de Campo Miranda, esos merengues y parrandas de Cresencio Salcedo, el hombre descalzo siempre “para sentir el contacto de la Madre Tierra”, que vivió en la pobreza material toda su vida y en la riqueza del espíritu, y que compuso esas canciones que siempre vuelven: Yo no olvido el año viejo, La Múcura, El hombre caimán, o esa ráfaga inspirada que se llama El cafetal; y también los primeros paseos de Guillermo Buitrago, que volaron llenos de ingenuidad y de alegría sobre el país de la violencia, como un bálsamo sobre la tierra profanada, y a los que el país siguió oyendo y bailando año tras año porque eran el último vestigio de la perdida arcadia campesina.

De ellos nació la música vallenata, el cuenterío melodioso de los juglares de las llanuras a la sombra de la Sierra Nevada. Y en un país donde los desacuerdos entre los seres humanos había empezado a resolverlos sólo el machete, resulta un vestigio conmovedor de la dulzura de otra época oír ese paseo, la Gota Fría, que Carlos Vives echó a volar por el mundo, pero que ya conmovía a Colombia hace más de medio siglo, cuando en la voz de Buitrago nos contaba cómo eran las discordias ingenuas de las gentes de Urumita, que peleaban con música, y que cuando querían herirse no pasaban de decir:

Yo tengo un recao grosero

para Lorenzo Miguel:

él me trató de embustero,

y más embustero es él.

Me lleva el o me lo llevo yo

Pa que se acabe la vaina.

Una vez recogidos los últimos muertos y secadas las últimas lágrimas, cuando el país se puso a trabajar en su ilusión de olvido, esa música de paseos y porros llenó la vida entera. Colombia se sentía capaz de olvidar, de recomenzar, de volver a creer en el futuro. Las cumbias de Lucho Bermúdez llenaban los clubes sociales, la voz de Matilde Díaz saludaba el comienzo de otra época, y después Julio Erazo, que había compuesto el único tango colombiano, Lejos de ti, o al menos el único que se volvió realmente popular, llenó las tardes de domingo de los barrios nuevos con canciones traviesas, y Leandro Díaz cantó los paisajes como si los viera, y Escalona instaló en sus paseos a los trenes y a los aviones, a una muchachita que tiene su casa en las nubes y a una brasilera que el cantor persigue también en avión hasta las aguas de Belem de Pará.

Parte II

Lenta, pero no imperceptiblemente, la ciudad fue imponiendo sus rudezas a los marginados, mal recibidos y nunca incorporados a un proyecto social y cultural. Ya en los años sesenta el hurto empezaba a ser un problema: raponeros y carteristas hacían de las suyas en los buses y en las calles. Alguien tenía que advertir que la gente necesitaba empleo, necesitaba inclusión, sentirse parte de un proyecto nacional dignificador y compartido. La vieja tradición de menosprecio por el pueblo, por los pobres, por los indios, por los descendientes de esclavos, seguía siendo el espíritu de la dirigencia, y la única solución a los problemas sociales era la represión.

Lo que se vio en adelante, a lo largo de las décadas, no fueron sólo la pobreza y la miseria; los niños abandonados en las calles a los que en Bogotá llamaban elegantemente, a la francesa, gamines; la indigencia y la mendicidad. Fue una perceptible progresión ascendente que nadie corrigió: fue el paso del hurto al robo, del raponeo al atraco, del atraco a mano armada al asalto y robo de residencias, de la estafa al secuestro. Las conductas antisociales fueron creciendo con los años, con la falta de respuestas de los gobiernos a las necesidades más urgentes de la población, pronto en los campos volvió el fenómeno de las guerrillas, pronto en las ciudades hubo delincuencia organizada: ya en los sesenta una banda de asaltantes profesionales, la Pesada, daba tema permanente a los noticieros. Lo que nadie presentía era que de esas primeras oleadas de delincuencia se alzarían con el tiempo grandes fuerzas sociales que estremecieron a Colombia: los ejércitos insurgentes, las mafias del narcotráfico, el retorno del paramilitarismo, y nuevas oleadas de violencia y de horror.

Todo eso sería fruto del Frente Nacional y de sus horizontes estrechos, de su espíritu de exclusión y de la ceguera de sus dirigentes, pero en los primeros tiempos hubo algo festivo e idílico en el sueño de una reconciliación nacional. El país ofrecía sin embargo tan poco para los que verdaderamente tenían expectativas de prosperidad, que muy pronto comenzó el éxodo hacia Venezuela y hacia los Estados Unidos. Los pobres descubrieron que más allá de las fronteras había salarios decentes para el esfuerzo, había garantías laborales, había respeto por el trabajo, había verdaderas oportunidades.

En 1948, cuando murió Gaitán, comenzaba un nuevo orden internacional. Una de tantas cosas inquietantes que esconde esta historia, es la cantidad de personajes significativos de la política hemisférica que estaban presentes en Bogotá el día del crimen. Se celebraba la novena Conferencia Panamericana, que proyectaba crear un nuevo sistema continental con la fundación de la Organización de los Estados Americanos, y había delegaciones destacadas de los 21 países miembros, coincidiendo con diplomáticos y asistentes no oficiales, de modo que en Bogotá se encontraban desde Marshall y Rómulo Betancourt hasta Fidel Castro, Joaquín Balaguer y Luis Cardoza y Aragón.

Sólo habían transcurrido dos años desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, comenzaba la guerra fría entre las dos grandes potencias que emergieron de aquel apocalipsis, ese mismo año se había fundado el Estado de Israel, ya estaba triunfando la revolución China, y el fantasma del comunismo recorría el mundo.

La República española, aplastada por la Falange, había emigrado hacia América y estimulaba aventuras intelectuales en estas orillas del Atlántico. Ella alentó las grandes iniciativas editoriales de México y de Buenos Aires. Los intelectuales europeos que huían de la guerra estimularon un despertar del pensamiento en la América Latina.

El propio Eduardo Santos, cuyo papel histórico había sido aplicar el freno a la reforma liberal que Colombia precisaba de vida o muerte, no dejó de tener algún rasgo liberal, siquiera en el campo de la hospitalidad intelectual, y había recibido a investigadores como Paul Rivet y Gerardo Reichel Dolmatoff, que tanto contribuyeron con los años al rescate de la memoria indígena y a la reivindicación del valor de las comunidades nativas, de sus saberes y de sus mitologías, en el mosaico de la nación.

También fue él quien recibió a Richard Evan Schultes, cuya labor en la investigación de la riqueza botánica del país es invaluable, y de la que da testimonio esa hermosa novela del conocimiento y el amor por el mundo que es El río, de Wade Davis. Y no fue menor el aporte de otro inmigrante, el alemán Gerhard Masur, quien dedicó sus años en Colombia a escribir la más notable biografía del libertador Simón Bolívar, un libro copioso en su información, detallado en su conocimiento y lleno también de honda sabiduría humana.

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