La imposibilidad de reconocer al otro
Opinión

La imposibilidad de reconocer al otro

Después de seis años, las partes se han comprometido a aceptar que existe el otro, con sus legítimos derechos, y a convivir con él en un ambiente de respeto y tolerancia

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enero 27, 2017
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Recibí la amable invitación de Las2Orillas a escribir una columna semanal. Me dijeron que les agradaba lo que publico en la página oficial de las Farc con alguna frecuencia, y que les gustaría que escribiera para su portal. Entiendo que su interés es el de difundir también la otra opinión, en una especie de ejercicio democrático que en nada los compromete con nosotros. Debo decir que me parece un gesto valiente.

Es que en la Colombia de hoy ha logrado penetrar en la mentalidad colectiva, una concepción según la cual nada que pueda provenir de ciertas posiciones políticas puede ser admitido. La norma es que hay personas, grupos y movimientos que no merecen sino el mayor desprecio, a los que hay que machacar de todas las formas posibles, pisotear, infamar, incluso de ser posible exterminar como a ratas o cucarachas repugnantes.

No es necesario hacer mucho esfuerzo para saber quiénes son los parias. Pertenecer a las Farc nos convierte en los primeros, pero a la lista deben agregarse evidentemente los compañeros del ELN, apenas pasando a la Mesa pero lo suficientemente aborrecidos desde el comienzo. Habrá que decir que todo lo que huele a guerrillas. Y por tanto el conjunto de la izquierda, desde la rosa hasta la rojo encendido, la prensa alternativa o tolerante.

Los negros, sí, los indios, los campesinos, los gais, lesbianas y demás, las feministas y en general toda esa gentuza que habla de género o del medio ambiente. Los intocables aumentan con los días, los odiosos defensores de derechos humanos, los insoportables reclamantes de tierras, la masa esa amorfa a la que le ha dado por hacerle el juego al cuento de la paz, los venezolanos chavistas, los cubanos fidelistas, el presidente de Francia, los que escandalizan por la corrupción.

Ah, y desde luego, cada una de las variantes del disenso con Álvaro Uribe, guaridas en que se agrupan desde los aliados de los terroristas hasta los traidores que le dieron la espalda, empezando por el presidente Santos y llegando hasta Juan Carlos Vélez, los magistrados de las Cortes, los que denuncian los crímenes del paramilitarismo y la cercana amistad del Mesías con capos del narcotráfico, los que advierten de sus enriquecimientos ilícitos.

A cada frase responden con salvaje intolerancia. Pese a ello, como su inspirador y quintaesencia, adoptan para identificarse alguna variación de la palabra democracia y se ufanan de ella. Aquellos que no comparten su manera de ver la realidad económica, social o política simplemente son terroristas, criminales, asesinos, violadores, secuestradores, degenerados, completando el oprobio con las palabras más vulgares del idioma español.

Colombia es un país dolorosamente sumido en una larga violencia y en una guerra de más de medio siglo. Con centenares de miles de muertos y casi ocho millones de víctimas. Con independencia de las razones de cualquiera de los bandos, resulta ineludible pensar que encontrar una fórmula para poner fin a semejante conflicto, solo puede traer beneficios a su población adolorida, a su economía, a su sociedad, a sus generaciones futuras.

Lograrlo ha llevado más de tres décadas de intentos fallidos, detrás de cada uno de los cuales se desencadenó una hecatombe.  El mérito histórico del proceso cumplido desde hace seis años en La Habana es haber culminado con un Acuerdo Final, en el que las dos partes se comprometen, ante innumerables testigos nacionales e internacionales, a parar la guerra y ampliar efectivamente los espacios democráticos vedados.

 

No será con muertes
ni demás tragedias nacidas del uso de las armas
como se dirimirán las divergencias políticas en el futuro

 

A que no será con muertes ni demás tragedias nacidas del uso de las armas como se dirimirán las divergencias políticas en el futuro. A aceptar que existe el otro, con sus legítimos derechos, y a convivir con él en un ambiente de respeto y tolerancia. Conseguirlo implicó de cada una de las partes  no sólo ceder en una multitud enorme de sus aspiraciones, sino aceptar en muchos casos las posiciones del adversario. Nada fue sencillo.

Por eso sorprende la arremetida de quienes pretenden borrar todo eso de un manotazo. Y más todavía, la considerable manifestación de apoyo por parte de un sector de la población. Eso no ha sido un imprevisto vuelco de opinión, sino el producto de una meditada y cuidadosa campaña de envenenamiento colectivo, promovida por grandes poderes muy bien acomodados y temerosos de la disminución del lucro que derivan del actual orden de cosas.

Y que lo están apostando todo para asolar la nación con su intransigencia y rencores. Ya no digo yo por los nuestros, sino por todos los muertos que ha generado y sigue generando el odio en el país, los colombianos de buena voluntad debemos ponernos de pie y aislar esas perversas pretensiones. Ya no más sangre y despojos. Con esa única bandera envío esta nota a Las2Orillas, convencido de que la felicidad de Colombia será nuestra única recompensa.

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