La huida

La huida

Por: Cristian Jimenez
octubre 21, 2014
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La huida

Sentía el daño causado por el esfuerzo que hacía en cada movimiento con la pala; el sudor humedecía la arena encendida por el rayo de sol, convirtiéndola en granos de oro de bajo costo. Era el último día de trabajo durante la semana: las horas transcurrían lentamente, como si estuvieran asociadas con el dueño de la construcción. Llevaba varios años en ese empleo, no por decisión de él sino por la inclemencia de la necesidad. En su hogar lo esperaba su pareja y su bebé de apenas seis meses. Ellas solían ser el estimulo que lo despojaban de la cama en la mañanas; sin embargo esa situación no era suficiente, necesitaba más para sobrellevar esa muerte en vida. La alegría de sus compañeros era de esas pocas «disfrutables» entre la polución y el cansancio dejado por la jornada laboral. A contrario de los hábitos de las personas que trabajaban con él, Vicente tenía gustos menos aceptados ante la mirada condenatoria de la sociedad.

El sonido del alto parlante avisaba la finalización de esas ocho horas empleadas para producir cansancio. Con rapidez se despojaba de la indumentaria utilizada en el papel que representaba en la vida diaria. El cabello se encontraba impregnado de polvo que más bien parecía las insinuaciones de los años; ello era una ilusión porque meses atrás el individuo había cumplido apenas tres décadas. Zapatos añejados; pantalón de jean sin color determinado; buzo de tonalidad oscura, guantes con varias puntadas de hilo cerrando las cavidades del desgaste; todo arrojado al interior de una vieja maleta con figuras infantiles en la superficie; la encajaba sobre su espalda ayudado por los hombros. Sabía la prioridad de no despilfarrar el dinero, por esa razón viajaba a diario en el sillón de esa vieja bicicleta que compró en la calle donde asumía el protagonismo de su existencia.

Eran pocos los minutos que demoraba en recorrer el trayecto de su hogar a la construcción –y viceversa; a excepción de los viajes concluidos en el hospedaje de los viernes. Ese día era la fecha de pago, instante que era recompensado el padecimiento de la vida; el cansancio se traducía en unos billetes arrugados, similares al rostro del sujeto que manejaba el asunto del desembolso a los empleados de la construcción. Al moverse el dinero, circundaban las invitaciones hacia la taberna situada a unas cuadras de la oficina. Proposiciones que rechazó sin muestra de balbuceo en sus respuestas: “estoy cansado”, “tengo asuntos por solucionar”, “me esperan en la casa”, “mañana debo madrugar”; replicas creíbles para sus compañeros. Las manos se cruzaron para anunciar la despedida. La gran mayoría se dirigieron al negocio de Don Jorge, el anfitrión de los desvelos al ritmo de las bebidas alcohólicas. Excepto Vicente, quien en verdad se dirigía a su hogar en donde se iniciaba la caravana de mentiras.

La marcha no se extendió más de lo acostumbrado. Se desmontó de la bicicleta al momento de estar en frente de la casa; tranquilamente llevó su mano izquierda al bolsillo del pantalón para extraer las llaves; introduciéndolas lentamente en la abertura de la cerradura. El sonido a lo lejos de un “¿quién llegó?”, le avisó que debía comenzar a preparar el repertorio de engaños de cada viernes. Dejó su “caballo de acero” a un costado del corredor que conducía al interior de la pieza en la cual lo espera Claudia, madre de su hija. Besó a ambas; contestó la pregunta cotidiana: ¿Cómo te fue en el trabajo? Se sentó al borde de la cama; estando allí, le quitó el nudo a las agujetas de las botas mientras se incrementaba el deseo de ver a la mujer de los mil nombres. Hacía una semana que no tenía noticias de ella; eso no le importaba de mucho porque sabía dónde encontrarla cuando le era necesario. Despojado de la ropa que llevaba con él, se dirigió al baño para ducharse; sabía que no se podía ir polvoriento y con sudor en el cuerpo.

A ella no le parecían extrañas las salidas de su pareja: lo hacía cada ocho días; además, los compañeros le confirmaban la presencia de Vicente en el negocio de Don Jorge. Le organizaba un pantalón y una camisa; ya no esperaba que él se lo pidiera. El baño le devolvía la juventud; las canas superficiales se ausentaban del cabello; la piel tomaba un tono más claro; las uñas de las manos no alojaban rastro de suciedad. Siempre encontraba ropa interior en condiciones de ser usada; de las pocas ventajas de tener esposa, solía pensar en momentos de pena. Se abotonaba la camisa con tranquilidad sin mostrar ansia por salir; asimismo lo hacía cuando introducía las piernas en el pantalón de jean y enlazaba los cordones de los zapatos de cuero, que usaba raramente. Antes de partir, contaba el dinero, apartando el de posible uso del destinado para cubrir los gastos de la casa; las dos sumas eran depositadas en bolsillos diferentes.

No podía faltar el ritual con el perfume que le habían regalado meses atrás; la fragancia del envase metálico se mezclaba con el vaho proveniente del engaño. Besos de despedida para las mujeres presentes en su vida pública; la bicicleta también era dejada en casa. Caminó tranquilamente entre las dos paredes del corredor, espacio únicamente iluminado por las bombillas que se han venido alojando en la parte superior de los postes eléctricos. Veía la puerta que se acercaba como el último obstáculo por superar. Al estar en frente de ella, tomó la palanca de la cerradura para luego moverla hacia la izquierda, liberando el picaporte de la abertura en el cemento. Mientras huía, escuchó con molestia las palabras de su mujer: “no te demores”. Un pie junto al otro; el sereno de la calle le golpeó el rostro, sentía deslizar el ruido del exterior por su piel; el murmullo de la libertad.

El bus que lo llevaba a la cita pasaba cerca de la casa, y el viaje no era extenso; apenas le costaba quince minutos en llegar. Miraba con dicha las calles que abandonaba la ventana al costado del asiento donde descansaba. Cada aviso le era conocido, y notaba el más mínimo cambio en el ambiente. Se preparó para bajar del automóvil cuando comenzó a percibir las luces que embellecían el altar de la Virgen María; guardiana de los negocios circundantes a ella. Aferrado a los barandales se desplazó a la puerta posterior; miró una vez más el exterior para cerciorarse que había llegado, al confirmar ello, oprimió el timbre y automáticamente el conductor pausó la marcha: fue tal el retumbar del cacharro que hubiera terminado desarmado si no fuera por la tenacidad de los oxidados remaches incrustados en las latas.

Lo primero que percibió, estando fuera del autobús, se definía como un contraste sabiamente realizado para llamar la atención; invitando al consumo de bebidas alcohólicas, y asimismo, incentivando el uso de los servicios ofrecidos por las mujeres que aguardaban al interior de los bares. Esa escena nocturna no le pareció nada inusual, estaba acostumbrado a los gritos de los porteros con las rimas clásicas: “chicas para todos los gustos”, “señor, le tenemos las damas más bellas de la ciudad”. Ofrecimientos que poco le llamaron la atención porque estaba comprometido para esa velada. Después de fijarse en la hora, caminó tranquilo al lugar donde lo esperaban.

La calle que transitaba se había convertido en un espacio predilecto para el desborde de la lujuria; ambiente engendrado por los negocios denominados con el eufemismo de whiskerías. Vicente se enteró de aquel sitio a través de un compañero del trabajo, que lo mencionó y de paso lo recomendó –entre risotadas-, argumentando los bajos costos de los servicios brindados. Al comienzo no pensó en la posibilidad de asistir a ese lugar; el tema lo consideró una broma para amenizar la jornada laboral; pero pasado el tiempo, meditó con más calma la invitación hecha, e incentivado por el menester de la curiosidad, determinó conocer dicho espacio. “Iré solamente un vez, a ver de qué se trata eso”, reflexionó al principio sin saber la satisfacción que sentiría al presenciar las vivencias de los prostíbulos.

En las primeras visitas no buscaba obtener algún placer sexual; se conformaba con escuchar música y disfrutar de una bebida. Ello cambió el día que conoció a esa mujer de piel morena; cabello lacio; labios carnosos; ojos resaltados por el maquillaje a su contorno; cintura perfectamente esculpida: “la mujer perfecta”, fue el manifiesto que pudo concretar entre la aglomeración pensamientos emergidos en el territorio gobernado por el deseo. Con timidez la saludó y seguido le invitó un trago; charlaron a lo largo de una noche auspiciada por el consumo obligatorio que demandaba el bar. Ese encuentro inició las huidas ejecutadas cada viernes. Al comienzo solo fue sexo a cambio de dinero, pero con el paso del tiempo, la relación cliente-comerciante comenzó a involucrar afectos que lo convirtieron adicto a ella.

En aquella fecha se cumplían seis meses de vínculo esporádico; lo invadía júbilo mientras se acercaba a la whiskería, convencido que ella sentía la misma dicha. La entrada estaba iluminada con bombillas de tonalidades extravagantes, y las escaleras, que conducían a las mujeres, eran resaltadas con mensajes alusivos a los servicios ofrecidos. Desde el primer escalón se le posibilitaba oír la mezcla entre la música con el murmullo de los amantes pasajeros. Concluida la elevación, llamó al hombre encargado de la reja que impedía el paso a los clientes; aquel acudió rápidamente a quitar el seguro del candado para liberar el pasador; acto seguido lo saludó, advirtiéndole también que debía esperar porque “la chica” se encontraba ocupada. “No importa”, respondió Vicente. Se adentró en el lugar en búsqueda de una mesa libre; por suerte, una había sido desocupada minutos antes que llegara.

El tiempo de espera lo sobrellevó entre sorbos de cerveza y el permanente escudriña-miento a las relaciones que se daban en el lugar: besos desenfocados por la fumarada reiterativa de los cigarrillos; risas generadas en el intercambio de dinero; toqueteo de manos en cuerpos exhaustos, comportamientos representativos de la penumbra. Cuando terminaba la bebida, percibió la presencia de la mujer; se acercaba lentamente con su característico vaivén de cadera; apenas si podía contener la emoción de observarla. Ella entretanto le sonreía, a la vez que movía la mano con el objetivo de saludar. Estando frente a él, la invitó a sentarse; pidió un trago demás al empleado que lo atendía. Ambos, con alcohol fluyendo por las venas, prosiguieron a charlar; Vicente no guardó silencio respecto a la belleza percibida por la visión; en tanto, la otra persona se dedicó solamente a dar las gracias.

La circulación de las bebidas contrastaba con el trascurso de los minutos. Después de varias botellas consumidas, notó que era el momento apropiado para entregar el obsequio; llevó la mano derecha al bolsillo y de allí sacó un estuche rojo que dejó caer en la palma de la mujer. “Es un hermoso anillo”, pronunció al momento de abrir caja cubierta de seda; agradecida por el objeto brillante se abalanzó hacia él con muestras de afecto. La exaltación del instante promovió la huida a la habitación; “el segundo hogar” como Vicente le gustaba llamar al cuarto con dos ventanas cubiertas de plástico negro e iluminado por el radiante azul de la bombilla.

Estando en el lugar, los cuerpos se despojaban de la vestimenta lentamente; la prisa no invadió el espacio por ser una fecha especial. Antes de iniciar el ritual de cada semana, la mujer advirtió el pago del dinero correspondiente a los servicios de su cuerpo. El desembolso hizo presencia en la escena sin protestar. En la habitación se instauró el silencio, apenas se podía escuchar el rose de las sabanas con la humanidad de los amantes. En momentos emergía una respiración leve, de calma. Concluido el éxtasis del sexo, ambos quedaron inmóviles, con la mirada perdida en la reflexión de lo sucedido. Tardaron muy poco en reanudarse a la realidad; las prendas regresaron a la piel que cubrían; el peine acomodaba los cabellos y los rostros se renovaban nuevamente: uno para partir, mientras el otro para seguir deambulando entre clientes. En esa renovación se escuchó un grito que dispersó la tranquilidad del instante.

-¡Mi dinero! –exclamó Vicente.

-¿Cuál dinero? –preguntó la mujer.

-Yo tenía unos billetes en éste bolsillo, pero han desaparecido.

-No tengo idea de lo que hablas.

-¿Ahora qué hago? ¡Ese dinero tiene que aparecer!

-A mí ni me mires.

-Tú eres la única que ha estado aquí.

-¿Y qué con eso?

-Tú ya sabrás –sugirió Vicente mientras escudriñaba nuevamente los bolsillos del pantalón.

-¿Qué insinúas?

-Sí, no hay otra explicación. ¡Tú, maldita; has sido tú! ¡Confiesa!

-¡Cállate, imbécil! yo no le he robado a nadie.

La excitación fue tal, que se abalanzó hacia ella y se aferró a sus hombros, a la vez que demandaba la devolución del dinero. Al no obtener respuesta, la arrojó sobre la cama; siguiendo la misma acción logró presionarle el pecho con la carga de su cuerpo; beneficiado por la posición, amenazó con arremeter sexualmente a cambio del monto extraviado. Acto que no terminó concretando por los afectos involucrados; al contrario de eso, plañó inconsolablemente; la herida fue más profunda de lo que podría hacer el metal atravesando la piel; las lágrimas suplieron la ausencia de la sangre.

La escena paralizó a la mujer, apenas si pestañeaba para no perderle de vista; hubo momentos que las secreciones del hombre se alojaban en sus ojos obligándola a fijar la mirada en las ventanas, tratando de ignorar la impotencia que se alojaba en el cuarto. Vicente dejó la posición que tenía y se acomodó a un lado de la cama, mirando fijamente al suelo sin mostrar señales de vida; rompió el trance solo para pronunciar unas pocas palabras, “¿así me pagas?” Sin ganas de continuar allí, terminó de vestirse; percatándose también de no olvidar nada. Ella únicamente se dedicó a observarlo, esperando que partiera para continuar la jornada laboral. Antes de irse, la besó como lo hacía desde el primer encuentro. “hasta la otra semana”, pronunció la mujer; al oír esa afirmación, giró el cuerpo y brotó de su rostro una sonrisa. Mientras caminaba por el establecimiento en busca de la salida, comprendió la necesidad que se había engendrado hacia ella; un vicio como los demás.

No dio espera el murmullo de lo sucedido; durante la semana, las mujeres de la whiskería comentaban acerca del contratiempo de su compañera, preguntándose si en verdad había tomado el dinero de aquel hombre; o en cambio, era cierto el rumor que afirmaba el hallazgo de la suma por la persona encargada del aseo.

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