El Chapo no duerme. Los lamentos de sus otros compañeros de celda lo desvelan. El dolor incesante en el estómago, producto de ingerir alimentos mal procesados, no lo deja en paz. A veces, en sus noches eternas, ve las figuras de todas aquellas personas que mandó asesinar. Está agotado, se está quedando calvo y desde que se trasladó a Cerefeso 9, el penal al que lo trasladaron a principios de mayo, no habla con José Refugio Rodriguez, el abogado líder del Cártel de Sinaloa y quien le está advirtiendo al mundo de las inhumanas condiciones que está viviendo en su nueva cárcel el narcotraficante más famoso del mundo.
La penitenciaría ubicada en Ciudad Juárez a escasos 30 kilómetros de la frontera con los Estados Unidos, el lugar a donde más teme ir el capo, está calificada con un puntaje de 6.63 sobre 10, la más baja entre las 21 cárceles de máxima seguridad que existen en México. Construida para albergar a 750 reos en este momento Cerefeso 9 tiene una población de 1.100 personas. En algunas celdas se apretujan de a seis presos. Aunque el Chapo duerme solo y recibe a tiempo los medicamentos que contrarrestan su alta presión arterial, la angustia lo está carcomiendo por dentro. Según se lo hizo saber a su abogado, Joaquín Guzmán está clínicamente deprimido y angustiado. Las noches en vela y las preocupaciones no sólo están aumentando su tensión arterial sino que lo está dejando calvo y, además, lo está volviendo loco. Pasa las noches en vela y, los dolores que padece y las preocupaciones, lo convirtieron en un adicto a los medicamentos que le suministran.
El Chapo Guzmán está recluido en Cerefeso 9, junto a otras 1100 personas en una de las cárceles de máxima seguridad con peor calificación.
Alrededor del penal está el desierto y 150 militares, fuertemente armados, preparados para contrarrestar un probable rescate, un nuevo intento de fuga como el que ocurrió en julio del 2015 en la cárcel del Altiplano en donde se fugó por un túnel que construyó mientras escuchaba rancheras como El Rey. Después de lo que recapturaron a finales del año pasado, El Chapo fue reubicado al Altiplano, su antigua cárcel. En mayo del 2016 fue trasladado sorpresivamente y contra sus deseos a Ciudad Juárez, en el estado de Chihuahua, demasiado cerca a la frontera como para no angustiarse. El equipo de abogados al servicio del capo está buscando dilatar la probable extradición del narcotraficante a los Estados Unidos.
Las paredes de la celda donde habita Guzmán Lopera están revestidas de placas de metal blindadas. En los patios del penal hay escombros producto de las remodelaciones que están haciendo pero que llevan años construyéndose. La tranquilidad de la cárcel se rompe frecuentemente por las constantes peleas entre los reclusos. El año pasado se reportaron 46, casi todas se generaron por las molestias que causan la mala comida, el calor y, sobre todo, el hacinamiento.
A pesar de sus paredes blindadas, de los alambrados electrificados, del desierto que rodea el Cerefeso 9, ha habido, en los últimos cinco años, 20 intentos de fuga, la última, realizada en el 2014 por cuatro reos que usaron cuerdas, poleas y escalada de muro, tuvo éxito: dos años después no han podido encontrar a los prófugos.
El chapo intenta combatir la locura que lo amenaza en el encierro pensando en los libros que se harán sobre él, en las películas que inspirará, en los cientos de miles de delincuentes en toda América Latina que se ha tatuado su rostro en el pecho. Encerrado y asilado hasta de sus abogados empieza a jugarse sus últimas cartas con tal de no cruzar los 30 kilómetros que lo separan de la frontera: ser extraditado a los Estados Unidos significaría su derrota definitiva. Antes de resignarse a ello preferiría un rescate a sangre y fuego, una tumba en México, o el aséptico y frío pasillo de un luminoso pasillo de un manicomio en el D.F.
