La atormentada vida del copiloto suicida

La atormentada vida del copiloto suicida

Andreas Lubitz debía renovar su licencia en junio con un examen, que por su enfermedad mental y sus problemas de visión, estaba seguro que no iba a pasar.

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marzo 30, 2015
La atormentada vida del copiloto suicida
Fotos: Internet / ww.ibtimes.co.uk Emmanuel Foudrot-Reuters

Desde muy pequeño, cuando apenas podía pronunciar palabra, le pedía a su padre que lo llevara todos los días a la pista de aterrizaje más cercana para ver despegar a los aviones. En cada cumpleaños pedía aeronaves a escala y las paredes de su cuarto poco a poco se fueron atiborrando de afiches en donde un Mirage reposaba al lado de un Concorde. Cuando los domingos acompañaba a su madre a la iglesia del barrio a escucharla tocar el órgano, se arrodillaba y le pedía con fuerza a su Dios que algún día lo hiciera un piloto de larga distancia. El océano atlántico sería la carretera por la cual se deslizaría su vida.

Y Andreas Lubitz estuvo a punto de conseguirlo. A los 14 años empezó a frecuentar el club aéreo de la localidad alemana de Montabaur, pueblo en donde siempre vivió con sus padres. Era el primero en llegar y el último en irse. La rigurosidad y obsesión con el que afrontaba sus estudios rayaba a veces en lo patológico. Era su único tema y la única razón por la que se levantaba cada mañana.

Lamentablemente para él, dos hechos empezaban a bloquearle el sueño. El primero era su tendencia a la depresión que fue aumentando con los años. Cada vez que se hundía en el pantano de la amargura, perdía todos los avances que hacía y tenía que ser devuelto a un nivel inferior al que correspondía. A los 20 años, cuando empezó a estudiar en Bremen, todo parecía pintar muy bien hasta que los viejos fantasmas volvieron a aparecer y tuvo que dejar la aviación durante seis meses. Después viajaría a Phoenix para completar sus prometedores estudios y hasta allá volvió a atacarlo el desasosiego. Es que a pesar de toda la voluntad que tenía para alcanzar su sueño, se le cruzaba en su camino otro enemigo: a medida que iba creciendo su visión iba disminuyendo.

En el 2012, cuando le suspendieron su licencia, el diagnostico era inapelable: él no tenía las condiciones físicas ni mentales para seguir pilotando.  Incansable, pasó el test que le hizo la compañía de bajo costo Germanwings y a mediados del 2013 ya estaba de nuevo en una cabina, llevando con pulso firme la vida de un centenar de personas.

Hace menos de un mes todo en su vida parecía brillar. Vivía con su novia en un apartamento de 120 metros cuadrados en una exclusiva zona de Dusseldorf. Había encargado dos Audis y, al parecer, su compañera estaba embarazada. Cada domingo, muy temprano, se levantaba a correr por la ciudad. Parecía la misma imagen del éxito. Pocos sabían la angustia que lo cocinaba por dentro.

En julio vendrían unas nuevas pruebas sicológicas y físicas en las que difícilmente podría salir bien librado. Parecía inevitable que Andreas Lubitz fuera condenado a estar para siempre lejos de los aviones. Una azafata con la que salió un breve periodo de tiempo reveló las escalofriantes confesiones que el joven de 27 años le hacía “Un día haré algo que cambiará todo el sistema. Y entonces todo el mundo sabrá mi nombre y lo recordará”. Teniendo en cuenta su tendencia a la megalomanía y narcisismo, es bastante probable que a 30 mil pies de altura y mientras sobrevolaba los Alpes francés, su lugar ideal para tocar el cielo, Andreas se haya sentido inspirado.

Faltaba media hora para llegar a su destino, el vuelo se había adelantado un cuarto de hora en Barcelona y el piloto no había tenido tiempo de ir al baño.  El hombre se levanta y ordena a Lubitz poner todo en orden para el inminente aterrizaje, éste le contesta con un extraño laconismo “ojalá” y “vamos a ver”. El piloto sale y después nunca volvió a entrar. Lubitz ya preparaba el espectáculo: si no había tenido la vida gloriosa para la que se había preparado,  al menos iba a tener un final por el cual sería recordado por siempre. Los gritos de horror de 140 personas que escuchaba detrás suyo no le hicieron temblar el pulso.

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