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Cartas a Horacio

Por:
agosto 23, 2013
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Santiago, 15 de agosto de 2013

Querido Horacio:

Quiero celebrar contigo que hoy, hace 113 años, dos meses y nueve días, nació en Polonia el abogado judío Raphael Lemkin: un hombre que está en los primeros puestos de mi ranking personal de héroes. Y en este momento te doy permiso de burlarte de mí por tener semejante Top Ten, en el que también figura Alejandro Olmos, a quien yo suelo llamar el verdadero patriota argentino y de quien te hablaré en otro momento.

Lemkin estudió lingüística, filosofía y derecho. Entre 1939 y 1940 fue miembro del ejército polaco al comienzo de la Segunda Guerra Mundial y en el Holocausto perdió a toda su familia: solo sobrevivieron su hermano, su cuñada y sus sobrinos. En 1941 emigró a Canadá y de ahí se fue a vivir a Estados Unidos, trabajando allá en la Duke University, en la Comisión de Guerra Económica, la Administración de Economía Exterior en Washington y finalmente en el Departamento de Guerra, donde se desempeñó como consejero experto en Derecho Internacional. Para 1944, y después de muchos años de buscarla insistentemente, Lemkin encontró por fin la palabra para definir aquellos crímenes en los que «la voluntad del autor tiende no solamente a perjudicar al individuo, sino, en primer lugar, a perjudicar la colectividad a la cual pertenece este último», y que podía declararlos ilegales: genocide (genocidio), del prefijo griego genos que significa tribu, raza, etnia, y el sufijo latin cide, que significa asesinato. Pero Lemkin no se quedó solamente en la parte lingüística. No contento con inventar una palabra para nombrar a un crimen atroz, luchó durante cuatro años para que esa palabra tuviese un valor legal y político. Una palabra que cualquiera la pronunciara sintiese el peso de su terrible carga moral e histórica. El 9 de diciembre de 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, cuyo borrador ayudó a redactar el mismo Lemkin.

Hace unas semanas, Horacio, leí en The Chronicle of Higher Education, un artículo del profesor de historia de la Universidad de Yale, Jay Winter, titulado «Raphael Lemkin: a Propeth without honors (Raphael Lemkin: un profeta sin honores)». En este artículo, Winter habla de la autobiografía de Lemkin, de cómo terminó su vida. En 1950, tan solo dos años después de que la ONU estableciese por fin la ilegalidad del genocidio, Lemkin vivía en Nueva York derrotado, olvidado por sus amigos más cercanos. Lo narra él mismo. Murió en 1959, en el olvido, y solo siete personas asistieron a su funeral.

Él es uno de mis héroes. Como dice Winter en su texto, nombrar un crimen no equivale a eliminarlo, pero es al menos una posibilidad que Lemkin nos dejó. Para Lemkin, masacre y matanza no fueron suficientes, se necesitaba algo más, una palabra única que encerrara todo el horror y la tragedia que representan el exterminio de un pueblo de determinada raza o etnia.

Lemkin perdió a su familia, 49 miembros en total, en los campos de concentración de Treblinka, y su forma de hacer justicia fue buscar incansablemente una palabra, y luego, cuando la encontró, se propuso introducirla en todos los debates de Derecho Internacional en los que más pudo, hasta que por fin logró que se estableciera oficialmente. Si hoy en día podemos llamar al pan, pan, al vino, vino, y genocidio a un crimen atroz en contra de un pueblo, es gracias a Lemkin, que murió de un ataque al corazón, aún joven y muy pobre.

Ya lo sabes bien —y hasta debes estar harto de que te repita mi cantaleta—, lo mucho que me gusta la literatura que no es otra cosa que el ejercicio más bonito y generoso de la mente humana. Sí, Horacio, te veo arrugar la naríz y negarme la razón, pero es nada más que eso, un ejercicio muy generoso en el que quien lo practica se inventa un mundo y lo escribe para que los lectores lo vivamos. Lo que hizo Lemkin para mí es tan bonito y diciente como un buen libro: consiguió que con una sola palabra (re)vivamos casi toda la historia de la humanidad.

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