Hay que matar al diablo
Opinión

Hay que matar al diablo

Por:
noviembre 27, 2014
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Esta historia se la contó Pedro Antonio Marín o Manuel Marulanda Vélez o Tirofijo a Arturo Alape en las selvas de Colombia: Hace muchos años, en un pueblito del Valle, un sacerdote se empecinó en hablar mal durante años de Demetrio Rodríguez, el único ateo del municipio. El cura aprovechaba cada sermón para señalar a “ese hombre infernal que cree que la verdad está en los libros escritos por los humanos y no en la palabra de Dios”. Aunque Rodríguez le prohibía tajantemente a su esposa asistir a las encendidas homilías, nunca se metió con nadie y toda la población pudo dar fe de su generosidad y sobre todo de su vasta cultura.

Al correr de los años Demetrio murió y el sacerdote aseguró desde el púlpito que esa noche “el diablo mismo en persona subiría desde los infiernos a arrastrar el cuerpo en llamas del apóstata”. Nadie en el pueblo fue al improvisado velorio que la viuda había montado en la sala de su casa. Ella tenía miedo. Sabía que algo de verdad podía esconderse en la amenaza del cura, ¿acaso no era un ministro de Dios? Por eso salió a la plaza principal y encontró a un forastero que estaba tomando trago en una mesa. El tipo era un paisa y por una botella de guaro y un paquete de tabacos accedió a cuidar al muerto de la ira de Satanás.

El reloj dio la medianoche y se escucharon ruidos en el solar. El paisa salió empuñando un arma y ahí lo vio, era Belcebú mismo, con cachos de toro, el cuerpo negro, la lengua de vaca desparramándose por el hueco que era su boca y los ojos desorbitados y furiosos.  El trashumante no paró en mientes y descargó las balas que tenía el tambor del revólver sobre el cuerpo del príncipe de las tinieblas. Este dio un par de pasos y cayó pesadamente sobre las azucenas en flor. El paisa y la viuda tímidamente se acercaron a ese amasijo de azufre y maldad, le quitaron el rostro y pudieron comprobar que el Diablo se había transformado en la imagen misma del sacerdote del pueblo.

Ese mismo día ateo y ministro de Dios fueron enterrados en el mismo cementerio a pocos metros de distancia.

Desde la llegada de los españoles a América la clase dominante, sostenida y ayudada por el clero, ha sabido explotar los temores básicos del pueblo para perpetuar su poder. El diablo era el señor feudal que salía desde la ultratumba para reclamar sus derechos sobre la tierra perdida legalmente a manos de un grupo de indígenas que querían expandir el terreno de su resguardo en el Cauca. El mandinga les escondía el ganado, les enfermaba los hijos, les mandaba el mal viento que les arrugaba el corazón y les aflojaba las tripas. Iban a retroceder, iban a marcharse otra vez al estrecho terreno en el que los había obligado a vivir el hombre blanco, cuando se dieron cuenta que esa era una más de las estrategias que usaban los latifundistas para infundir miedo, para dividir, para hacerles ver que un designio divino había elegido al hombre blanco como el único dueño del mundo. Y entonces se unieron más y fundaron el CRIC (Consejo Regional Indígena del Cauca).

Y pobre de aquel que como a Demetrio Rodríguez le diera por pensar. Entonces Lucifer mismo vendría del Averno a reclamarlo como parte de él. Lo más fácil para los que mandan es atacar la conciencia enajenada de un borracho católico, sumiso y temeroso de Dios. A la iglesia iba el jornalero, el indígena, la madre soltera y el poco fuego fatuo que ardía en el pecho se extinguía gracias a la lengua del cura y al corazón del menesteroso no entraba el amor, ni el odio, sino tan solo una resignación, unas ganas de morirse rápido para disfrutar los eternos placeres del Paraíso.

Las cosas han cambiado desde que Pedro Antonio Marín iba de caserío en caserío organizando a la gente, quitándole todas sus supersticiones, armándola para la lucha. A ellos los obligaron a tomar las armas y la clase dirigente, gracias a Marquetalia, al exterminio de la Unión Patriótica y a tantas otras traiciones, fue poco a poco convirtiendo a Tirofijo en un monstruo despiadado. Casi sin saberlo, Manuel Marulanda Vélez terminó sus días vestido de demonio, sus fuerzas azotaron a los indígenas en el Cauca, a los descendientes de muchos de los que al principio se armaron solo para salvarse del horror conservador en el Valle, en Caldas, en Tolima. Lleno de odio y pudriéndose de viejo terminó con cachos de toro en la frente y una lengua de vaca colgándole en la boca, encerrado en un pequeño pedazo de tierra sin haber podido saciar el anhelo de poder y venganza que terminó corrompiéndolo.

Hasta a él y a todos los presidentes, y a Miguel Ángel Builes y a toda su horda de curas conservadores, y a Pablo Escobar y sus hijos y a todos los monstruos que hemos creado como sociedad, hay que perdonarlos. El perdón será el motor que mueva a esta Nueva Colombia. Al diablo no se mata llenándolo de bala sino descubriéndolo, quitándole el disfraz, abrazándolo y perdonándolo. Con amor es que se vive en este mundo.

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