En honor a los mártires de la educación

En honor a los mártires de la educación

En un episodio sin precedentes, México llora a los 43 normalistas asesinados. El pueblo exige justica

Por: Farouk Caballero
octubre 31, 2014
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En honor a los mártires de la educación
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México derrama lágrimas de sangre. Los medios de comunicación hace mucho tiempo publican muertes, masacres, desapariciones, decapitaciones y secuestros, sin que la indignación se haga sentir de forma generalizada. La violencia es acompañante de la mesa. Desayunos, comidas y cenas se digieren viendo o leyendo horrores. El mexicano parecía no inmutarse ante la crueldad de la realidad: pero se cansó. El Zócalo de la Ciudad de México una vez más recibió a cientos de miles de ciudadanos hartos de la violencia. El motivo: Ayotzinapa. El crimen: pretender educarse.
Las secuelas del 68 aún están en el aire. El pueblo no se domina por siempre. El imaginario del mexicano valiente, corajudo, frentero y luchador, vuelve a las calles. El mexicano no se raja. El mexicano combate lo que venga y lo sabe con extrema certeza, pues los normalistas escogieron la mejor arma para combatir: los libros. Se hicieron peligrosos porque leían. Leer los hizo cuestionarse. Al cuestionarse se indignaron. Al indignarse protestaron. Al protestar se hicieron peligrosos. Al ser peligrosos intentaron, sin éxito, silenciarlos.

Pero los asesinos desconocen que las voces que intentan ser acalladas tienen eco fácilmente. Descuartizar, desmembrar y matar son verbos que deben conjugar contra todos los mexicanos, hasta que no quede uno en píe de lucha. Los otros mexicanos, los que no son normalistas, ni familiares, ni víctimas, se transforman en pregón de la épica escuela campesina. La educación es un arsenal que desestabiliza cualquier sistema opresor. Las balas de los normalistas son palabras, reclamos, ideas que los poderosos no quieren discutir. Ellos saben muy bien que no hay pueblo más peligroso que un pueblo que lee, que se educa, y esa es la función de las normales rurales: llevar el mensaje educativo en condiciones de absoluta precariedad.

México, como país latinoamericano, ha sufrido atrocidades desde el arribo de los españoles. Las masacres no son novedad, son característica. Los campos de concentración que aniquilaban sistemáticamente al otro son, en suelo latinoamericano, rasgo particular desde el erróneamente llamado “descubrimiento”, y siempre el pueblo peleó. Las fosas comunes están ligadas a nuestra historia, y siempre el pueblo peleó. Las independencias criollas no buscaron una educación generalizada, sino administrar el poder, y siempre el pueblo peleó. Hoy no es la excepción.

El olvido sería el más grande favor que se le puede hacer a los asesinos y México, su pueblo, ya mostró que no está dispuesto a concederlo. Los héroes de la educación rural son el emblema de la lucha. Su infatigable labor pedagógica es siempre superior a lo que podamos hacer desde las universidades centrales. Enfrentar el narco, las autodefensas, el control, el miedo, las amenazas, las muertes, las matanzas con el incalculable valor del pizarrón, es digno de admiración eterna. Su causa es ejemplarizante y lo menos que podemos hacer es reconocerla, pues contra el degüello como acción atemorizante: los maestros intentan educar.

Los normalistas no son, ni mucho menos, las únicas víctimas de una sociedad corrupta, violenta e infiltrada por el narco, pero lograron unificar los clamores, las disputas y el sufrimiento de otros gremios, desde el sacrificio de la educación rural. Todos los sectores legales repugnan Ayotzinapa y al unísono exigen la aplicación de un concepto olvidado por las fuerzas estatales: justicia.

La trascendencia de su misión pedagógica supera nuestras vidas. Los normalistas no son sinónimo de tragedia sin remedio, se transformaron en motivo de orgullo nacional. No hay heroísmo más grande y valor más loable que perecer en combate por una causa justa. Esa acción es suficiente para honrar a los mártires de la educación rural y no olvidarlos jamás, pues si la muerte los visitó, los encontró empuñando el arma más letal y revolucionaria de todas: la educación.

Vine a México a prepararme y en mi experiencia, en las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, escuché de mi compañero José Arreola, homónimo de una enorme pluma mexicana, una frase que ilustra el panorama militante educativo de los normalistas rurales. José afirmó que proviene de una familia pobre de Valle de Chalco y que en su casa las ideas las lleva su madre. Quien le anticipó su herencia, mientras lo adoctrinaba para la lucha, lo preparaba para empuñar los libros, para opinar, para disparar ráfagas de pensamientos.
–Lo único que yo puedo dejarte es la educación.
@faroukcaballero

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