El profesor que convirtió la escuela en una maloca

El profesor que convirtió la escuela en una maloca

Yurupary, Kuwai o Bon, un canto a la alegría

Por: Iván Fernando Rivera
abril 24, 2015
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El profesor que convirtió la escuela en una maloca

Me dijo: el propósito es lograr que estos muchachos miren a los ojos cuando se les hable, que saquen la cabeza de la tierra, que no se pongan nerviosos como perritos que reciben palos. Pero la experiencia, la cotidianidad, la convivencia con estas comunidades me enseñaron que la solución es reforzar la actitud natural de su manera de ser.
Tiberio de Jesús Acevedo profesor en Inírida decidió que su modelo educativo fuese el indígena, ‘derribo’ los muros de la escuela y construyo la maloca. En la maloca se encuentran los cuatros pilares del universo y un tambor ritual hecho con piel de jaguar. Se encuentra el cacho- venado, las maracas rituales y las melodiosas flautas del Yurupary. Pero también hay micrófonos y amplificadores de sonido y balones de fútbol y lápices de colores, hay nuevos instrumentos de poder.
La maloca de Tiberio persigue como principal objetivo educativo un ‘cambio de actitud’. Propone rescatar de la tradición indígena (Puinave, Curripaca, Tucana…) la hermosa filosofía de la alegría, hacer brotar de sus cenizas al Yurupary, o Kuwai o Bon.
Yurupary, dueño de la chicha, y la música, y la alegría y el conocimiento profundo, es disputado por hombres y mujeres. Las primeras en descubrirlo fueron las mujeres.
Se conforma un matriarcado sustentado en el poder del Yurupary (Yurupary significa también el gran sonido que abrió al mundo). Las mujeres son despojadas violentamente del Yurupary por los hombres que las azotan con rejos en las nalgas. Pero ellas, que conocían la esencia del Yurupary, hechiceras, embriagaron a los hombres seduciéndolos entre bailes y alegría, recuperando al Yurupary con astucia y escondiéndolo de la fuerza de los hombres.
Los hombres enojados roban al Yurupary nuevamente con violencia, pero esta vez propinan más que azotes en las nalgas. Deciden destruir al Yurupary para que no haya más disputa, lo asesinan y lo queman en una pira funeraria. Las mujeres resignadas lloran la muerte del Yurupary, recogen sus cenizas y siembran una palma abonada con estas. De la palma se obtienen los frutos hermosos y voluptuosos para las chichas, también de su cuerpo se hacen las maracas y las flautas del Yurupary y todos los instrumentos de su poder. -Bueno los abuelos también cuentan que las flautas se hacían con los fémures, y las maracas y collares con las falanges de los dedos de enemigos muertos en combate-.
Y así en los círculos de la naturaleza y las fluctuaciones del poder matriarcal patriarcal se desarrolla, hasta nuestros días, la épica batalla del Yurupary, la sensacional lucha de la alegría por prevalecer. Lucha, que antes de ser protagonizada por el hombre y el género, ya había comenzado. El mundo en su inicio también negó al Yurupary, lo considero malo (o extraño, se le describe con un solo pie y con la boca en el estómago) expulsándolo al mundo de los muertos, pero lo resucitándolo después. En su ausencia el mundo no progreso, se quedó chiquito. Sin embargo al paso de su regreso todo floreció e hinchó y multiplicó, respondiendo al sonido de su flauta.
Cuando las comunidades arhuacas de la cierra nevada demandaron educación al estado, la respuesta curiosamente fue muy juiciosa y eficiente delegando en padres capuchinos la misión. El estado colombiano respondió con recursos y oportunamente, pero la desafortunada actuación de los capuchinos dio al traste con el pedido indígena, que consistía en instrucción en español y matemáticas, sabían que estos elementos les permitirían defender sus tierras, pues no serían victimas fáciles de engaños y estafas.
Los padres, arma en funda ‘evangelizaron’ a los indígenas colgándolos por las manos para que obedecieran, cortándoles el cabello rasgo de salvajismo, difamando su cultura acusándolos de borrachos y pérfidos. El documental Nabusimake historia de una independencia narra en profundidad este acontecimiento, haciendo notoria la aventura de un desvencijado cuaderno sin lomo, garabateado en tinta de kilométrico por un literato indígena que narra los hechos. Tan precario el cuaderno como el modelo educativo colombiano, pero no por estar desportillados menos valiosos.


Los arhuacos pidieron ayuda en un proceso que ellos ya tenían, la educación, pero los padres decidieron que lo que ellos enseñaban era mejor y lo impusieron autoritariamente, alejándose de cualquier principio pedagógico, tomando el control de las tierras y decidiendo hasta la última actuación de los indígenas (a lo Parody). La resistencia de la comunidad consistió en asumir su identidad sin violencia, con música y fiesta para expulsar a los capuchinos (se me ocurre que este es un capítulo más del Yurupary aunque el ‘mito’ sea amazónico).
La actual coyuntura muestra al mismo estado sordo, con mal de Alzheimer, y ceguera parcial, intentando resolver problemas. Por ejemplo olvidamos que el estado no es solo el ministerio de educación. Los profesores formamos parte del estado, somos sus falanges y padecemos y reproducimos los mismos males. Sin embargo en el fondo, por más modelos y ocurrencias que los ministros y los sindicatos parieran en las oficinas, la realidad la asumimos nosotros en la ‘soledad’ del ‘aula’ (ojala en vez de aulas tuviéramos malocas), y ningún modelo u ocurrencia por genial que sea, es realizable sin la actitud para impulsarlo. Tenemos que abonar un país con cenizas, enseñándole a mirar a los ojos y a opinar sin miedo a los palos, a vivir con alegría, a asumir un cambio de actitud. Qué prevalezca Yurupary en la confrontación ministerio-docentes. A la sordera amnésica de la ministra; música y fiesta, de pronto algo escuche y cambie, o se espante, porque de irse se irá y llegará otro sordo más.

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