El festival de La Tigra: los rugidos de un país en la montaña

El festival de La Tigra: los rugidos de un país en la montaña

Del 19 al 22 de enero se llevó a cabo en Piedecuesta, Santander Este evento organizado por Edson Velandía que convocó a músicos del país y del continente

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enero 24, 2017
El festival de La Tigra: los rugidos de un país en la montaña

Han pasado dos días desde que todo acabó. La verdad aún no recupero la voz ni las ganas de irme de Piedecuesta.  Un lugar cargado de una luz particular, de un olor especial. Un lugar entre montañas que anuncian cada mañana que el sol vendrá y pasará por encima de los cientos de personas que cruzan el parque, la plaza, las calles, la vida. Pero no podrá. Porque aquí la gente  tiene manos grandes y sus pieles armonizan perfectamente con la luz, con el calor, con la noche que también existe. Hace dos días terminó el Festival de la Tigra en Piedecuesta y aún no pierdo el asombro de esta fiesta que convocó a cientos de personas a este municipio santandereano de donde es Edson Velandia, un amigo de la vida y de la calle, de la palabra y de la cultura de esta parte del país que ha resistido desde hace años el maltrato de una clase dirigente a punta de baile, canto, danza, teatro y poesía. Y así tenía que ser, para que desde la nada un grupo de amigos, encabezados por Edson, se reuniera a conspirar esto que fue, sin duda alguna, más que un éxito, un triunfo de la acción directa, de la autogestión y la organización sincera y desinteresada.  Un arma hecha de manos que apuntaba a desbaratar la máquina de matar definitiva, acallar la malvada estrofa del final trágico del hombre desprevenido que es la indiferencia. Entonces nos encontramos. Entonces cientos de personas dieron de lo que tenían, de su trabajo y sus recursos y su esfuerzo desinteresado, tan sólo para que el rugido de este festival se escuchara en todas partes. Fue así como nos encontramos.

Tres y yo junto al coro de la UIS, una de las bandas locales que hizo de la noche una fiesta interminable.

Tres y yo junto al coro de la UIS, una de las bandas locales que hizo de la noche una fiesta interminable.

Fueron tres días de intensa fiesta, de intenso baile, de intensa alegría entre amigos y desconocidos que se acercaron a ver y a hablar, a soñar y a pensar otra forma de fortalecer y dinamizar la cultura del país. De esta forma, tanto músicos, como especialistas y organizaciones, amigos y personas que vinieron de lejos a ver qué pasaba en Piedecuesta, se reunieron en distintas mesas de trabajo, en las que se abordaron temas como la autogestión y las posibilidades del trabajo en red, las necesidades de generar procesos entre proyectos culturales de la región,  las que hoy, en este mundo polarizado y mezquino, son bases fundamentales para la transformación social y para entender que el tiempo de los pirómanos ha llegado, que el tiempo de quienes sueñan con incendiar las viejas estructuras de dominación y alienación cultural ha florecido. Que nos cansamos de buscar y decidimos encontrar.

Por supuesto también vino la música. Cuando las ideas y las personas necesitan tomar aire y continuar, llaman a la música para que escriba la historia a su manera. Sin embargo, es imposible hablar aquí de todo lo que pasó. De cada una de las voces, instrumentos, expresiones, géneros que alternaron entre las dos tarimas del Centro Cultural Daniel Mantilla Orbegozo, un espacio, que se resignificó a través de cada uno de los encuentros sucedidos, de las manos estrechadas, de las palabras que sobraron, de los amigos que llegaron y de las canciones cantadas a grito entero. Es necesario reconocer que este fue un Festival que buscaba fortalecer vínculos y dinamizar el ecosistema de la música a nivel regional, algo que sin duda sucedió, ya que cada una de las bandas locales invitadas demostró que la escena santandereana está en su mejor momento; podría decir que hacen parte del nuevo aire de músicas de este país que nos enseña que desde el Caribe hasta el Magdalena, que desde el Nudo de los Pastos hasta Piedecuesta, que desde Colombia hasta la Patagonia tejemos una red de sonidos que resisten a los embates de una industria descorazonada, un red que lucha contra el hecho de que la única cultura que vamos a acabar masticando será la del desconocimiento de nosotros mismos. Podría decir todo esto, nombrar a cada uno de los músicos que hicieron de las suyas estos cuatro días, pero quizá sea una reducción al absurdo de todas mis obsesiones. La música nos salva de nosotros mismos, y lo que sucedió en Piedecuesta fue más que asombroso, fue una fiesta real, matizada por sonidos de todas las calañas, por instrumentos de todas las especies, por sonidos que se mimetizaron entre los aires que venían desde allá arriba, desde las montañas que nos miraban bailar y soñar en que esto que parecía imposible hace unas semanas, estaba sucediendo, sucedía en  nuestras pieles sudadas, sedientas de más. Una fiesta coronada por el burro mayor, quien nos hizo entender que hay otras formas de ser felices entre iguales.

 Los talleres y conversatorios abordaron temas y dinámicas necesarias para el fortalecimiento de la escena cultural.

Los talleres y conversatorios abordaron temas y dinámicas necesarias para el fortalecimiento de la escena cultural.

Por supuesto también vino la noche y fue el Café Cultural Kussy Huayra, este espacio que ha sido durante años, un símbolo de resistencia cultural, el que acogió a  la noche y a los amigos que se reunieron después de tantos años;  entonces y vino la música de nuevo, en cada uno de los temas improvisados en donde se encontraron algunos de los mejores músicos del país, y en donde sonaron las gaitas y los tambores y las guitarras y las manos que se saludaban en un estruendo mudo. Y cuando intentaron callar eso que sucedía, la música se tomó las calles, los atrios de la iglesia y la gente bailó y el patrimonio se hizo vida y noche y rugidos que nos hicieron despertar en un nuevo día. Una nueva vida.

Finalmente la fiesta calla y asiente, por algo será. El Festival de La Tigra terminó con la mítica banda municipal de Piedecuesta, una iniciativa que por más de 125 años ha congregado a los mejores músicos del municipio y que junto al burro y sus secuaces llenaron de nuevo las escaleras de las iglesia en un acto onírico, cargado de risas y baile y máscaras gigantes detrás de las que estábamos todos nosotros, los invitados, los que pasaban, los que llegamos, los que eran, la gente que cada domingo llena el parque y disfruta la sencillez de contemplar eso que muchas veces nos pasa por el lado y no existe. Los carros de colores, los rugidos de las tigras que amamantan la nostalgia de algo que termina pero que seguramente toma fuerzas para arrancar de nuevo, los ojos de los niños que se acercan y miran son el único laberinto del que jamás podremos salir. Se acabó el festival, se fueron los amigos, algo nació de nuevo, algo que sin duda invita a regresar a casa. No hay más qué decir. Piedecuesta ruge.

El silencio es mío.

Fotos: Mariana Reyes

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