"Desde que la leí sabía que ¡Que viva la música! iba a cambiar la literatura colombiana"

"Desde que la leí sabía que ¡Que viva la música! iba a cambiar la literatura colombiana"

Treinta y siete años después de editar la novela, Juan Gustavo Cobo Borda, cuenta cómo logró que Andrés Caicedo tuviera en sus manos el libro antes de suicidarse.

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marzo 05, 2014

A mediados de noviembre del año pasado, en una Bogotá cuya lluvia pareciera no tener fin, gracias a un buen amigo, las puertas de la casa de Juan Gustavo se me abrieron. Ya había sido informada meses antes que el poeta tenía dos casas: “una para él y su familia y otra para sus libros.”

Quien, que casi que vive por La alegría de leer,  (título de uno de los primeros libros de Cobo Borda) ¿No se siente fascinada ante tal descripción?  Y así fue que ese día en particular, siendo bienvenida por una puerta entreabierta, me encontré en el interior de un  apartamento literalmente atestado de libros: libros cubriendo todas las paredes, mostrando su propia luz en las ventanas; libros en el suelo, en las mesas, en los escritorios, en la cocina, sobre la estufa; libros en cada uno de sus cuartos. Miles de libros. Mi definición del cielo. Y Juan Gustavo allí, casi sepultado por su botín. Cuando finalmente lo vi y le pude dar el abrazo que esperé décadas, él me abrazó estrechamente y cuando  me senté frente a él, me dijo: “Bueno, aquí estamos”… "Finalmente", le contesté yo.

Oh, hablar con Juan Gustavo de su vida, de libros, de Borges: de cuando el Presidente Betancur lo nombró agregado cultural de la embajada de Colombia  en Argentina haciéndole esta pregunta: “¿Usted quiere seguir entrevistando a Gunther Grass o prefiere cuidarme a Borges?”

“Gracias, Señor presidente”, le dije, “y para Argentina me fui”, cuenta Cobo. E inmediatamente -me dice: “Anda a ese cuarto de al lado para que veas los libros sobre Borges”. Y yo, tropezándome literalmente entre montañas de libros me encuentro con dos paredes enteras de arriba a abajo con libros por y  sobre el escritor al que el presidente mandó a cuidar….libros por todas partes…

Me vuelvo a sentar, finalmente, embelesada ante el paisaje que me rodea y Juan Gustavo me dice: “mira, Rosario, allí está el original de la edición de Colcultura; en ese estante---como si supiera donde estaban cada uno de sus libros…y si, allí lo encontré: ¡Que viva la música!, con sus dos búhos morados, marzo 4 de 1977.

Afortunadamente Andrés lo pudo ver, le dije. Y los dos sonreímos al mismo tiempo… “Merecía verlo,” respondió Juan Gustavo---“fue mucho el esfuerzo, mucho….”

Andrés Caicedo y su máquina de escribir

Afortunadamente Andrés pudo ver su novela editada antes de morir. Foto: Banrepcultural.org

 

Y yo, oyéndolo, me vienen a la mente las palabras escritas a mano por Andrés  en uno de sus múltiples  borradores de El atravesado:

Desde el primero de enero se escribirá un mínimo de dos cuartillas diarias. La escritura deberá ser terminada en junio. En diciembre 70 deberá terminarse la segunda escritura. En junio 71  la novela tiene que estar lista para la publicación y termina diciendo: ¡SI SEÑOR!

Le comento a Juan Gustavo sobre estas palabras, sobre la disciplina de acero de un muchachito que en esa época tenía solo 19 años, sobre las múltiples versiones a mano y a máquina que hizo de ¡Que viva la música!

“Me lo dices,” responde, “me lo dices… una mente brillante tenía…una profunda tenacidad”… y al pedirle que me contara sobre el comienzo de su relación con Andrés, él que fue su editor, y el gestor de la publicación de la novela, me relata lo siguiente:  “cuando trabajaba en Colcultura, la directora Gloria Zea me motiva a que busque talentos nuevos para una antología de la literatura colombiana. Viendo que había varios escritores caleños  atacando muchos de los proyectos de Colcultura -Harold Alvarado Tenorio, Umberto Valverde-  empiezo a buscar a escritores jóvenes vallecaucanos y descubro a Andrés, de quien ya había oído hablar por sus críticas de cine y su talento literario.  Cuando salió Obra en marcha 2 en Noviembre del 76, en la que aparece un cuento de Andrés titulado Pronto  ya habíamos aceptado publicar su novela. Desde el momento que yo la leí, supe que marcaría una nueva etapa en la literatura colombiana. Era algo profundamente distinto. Una voz única, un ritmo único, una mente brillante, la de tu hermano".

Gustavo Cobo

Gustavo Cobo

Juan Gustavo Cobo, el autor de uno de los libros que mantengo expuestos en la mesa de centro de mi casa. Su título: El olvidado arte de leer y la bella carátula: una hermosa foto en blanco y negro de un par de antejos con uno de sus gruesos lentes destrozados… Las tres revistas Eco de mi propiedad ocupan otro lugar especial, junto con libros acumulados en mi biblioteca de colombiana errante, empacando los libros antes que cualquier otra cosa; de ciudad en ciudad, de apartamento a casa, de casa a casa. Memorias de otros tiempos,  donde quien escribe subrayaba poemas y escribía preguntas sin respuestas a párrafos enteros…

Juan Gustavo, quien junto con Santiago Mutis le dieron vida editorial al manuscrito de ¡Que viva la música!, recuerda vívidamente, “la  obsesión y desasosiego de Andrés para que su novela se publicara. Me llamaba cantidades de veces y cualquier sugerencia que yo le hacía sobre el manuscrito, le provocaba gran ansiedad y lo volvía a revisar y a enviármelo de nuevo”. Recuerda como se le presentaba sin cita a la oficina de Colcultura a entregarle críticas de cine, cuentos, de todo.

“Quería que todo lo hiciéramos a  la vez: toda su producción literaria. Era difícil pararlo. Difícil aconsejarlo que tuviera paciencia, y Colcultura ya le había publicado su crítica de cine sobre Jerry Lewis. Él  bien sabía que yo admiraba su obra; siempre tan lleno de dudas y finalmente  el libro salió a la luz.” Acariciando el viejo ejemplar de la novela, Juan Gustavo me lee el contenido de la contra carátula: dos bellos párrafos sobre la corta carrera de Andrés el escritor. “Esto lo escribí yo”, me dice con orgullo.

Es aquí cuando yo le pregunto si él se recuerda de una carta enviada al Instituto Colombiano de Cultura, dirigida también a él, en Enero de 1977, por la imprenta L. Canal y Asociados encargada de editar  ¡Que viva la música! Le narro que en la carta el gerente  exhorta a “los apreciados señores de Colcultura a prestarle  atención al tema de la novela pues puede llegar a interpretarse como una apología de las costumbres y vicios que actualmente tratan de erradicarse por todos los medios”. El gerente propietario, le digo a Cobo Borda,  le pide  “autorización especial” a Juan Gustavo” para editar la citada obra”.

Esta fue la carta que la Editorial L. Canal envió advirtiendo el riesgo moral que podía significar publicar ¡Que viva la música!

Esta fue la carta que la Editorial L. Canal envió advirtiendo el riesgo moral que podía significar publicar ¡Que viva la música!

Juan Gustavo me dice que no se recuerda haberla recibido y sentencia: “mira, si la recibí pues no le preste atención”. Yo le expreso que desde que supe de la existencia de esa carta -hace solo unos tres años, gracias a la maravillosa labor detectivesca del cinematógrafo Luis Ospina-, mi primer pensamiento fue el preguntarme si Andrés se habría enterado de ella: de su angustia al imaginarse que una vez más, la censura le trataría de cortar sus palabras.

Juan Gustavo especula que Andrés nunca se enteró. Es interesante para el lector, tener en cuenta que la edición original de ¡Que viva la música! fue finalmente producida en otra imprenta—es muy posible que Colcultura haya decidido usar a alguien sin una mente inquisidora—pero después de casi cuarenta años, y de recuerdos que se van convirtiendo en olvidos, todo es una especulación.

Juan Gustavo y yo continuamos recordando al Andrés joven, el Andrés escritor cuyo “conocimiento de cine y de música era extraordinario”, dice él. Yo le comento que tengo un  muy buen amigo norteamericano que mantiene el grueso libro de Ojo al cine  como si fuera su biblia cinematográfica: al pie de la cama, como él se ha organizado su solitario cine club al frente de la televisión viendo las películas sobre las que Andrés escribió.

Es hora entonces de preguntarle por la única entrevista que le hicieron a  Andrés para televisión, hecha también por Colcultura para su programa Páginas de Colcultura. Una de los pocos testimonios visuales de un Andrés con voz—ya que en la truncada película Angelita y Miguel Ángel aparece como si fuera un actor del cine mudo-. Le recuerdo que la razón por la cual la imagen de Andrés mirando con sus ojos tímidos a la cámara se preservó para siempre fue porque Luis Ospina y Eduardo Carvajal grabaron la imagen directamente de la  televisión, porque el programa salió al aire después de su suicidio. 

Los recuerdos de esos breves minutos en los cuales la cara de Andrés es básicamente lo único que se ve, traen  al Andrés vivo de nuevo a nuestro lado.   La entrevista no es una entrevista; es un monólogo. Andrés hablando del futuro del libro como si supiera lo que está sucediendo hoy: poco optimismo.  Andrés tartamudeando cada frase, haciendo un gran esfuerzo para conservar la calma, Andrés citando a Cabrera Infante y echando la cabeza hacia atrás recitando  ¡Ay José!

Allí, en el altar a los libros, que es la casa de Juan Gustavo, Andrés en mi mente, tan vivo como sus palabras escritas.  Juan Gustavo recuerda cómo sucedió esa entrevista no planeada, días antes de su suicidio: “viajé a Cali con el equipo del programa Páginas de Colcultura a filmar un segmento sobre la historia del libro  en Colombia mostrando las  imprentas de la empresa de Carvajal y  Cía. Había terminado esa etapa de la filmación y con algo de tiempo libre, pensé que era una buena idea entrevistar a Andrés, cuya novela estaba a punto de salir en unos pocos días. Lo llamé y muy rápido se apareció con una bolsa llena de chontaduros, hasta la sal traía.  Así que como el hotel estaba a orillas del río Cali,  allá nos fuimos a filmar. Él se veía muy nervioso pero entusiasmado, contento,  y así fue como lo filmamos. Fue la última vez que lo vi. Le volví a decir a decir que los  ejemplares de la novela le llegarían pronto. Y sí, le llegaron….” (Vale la pena añadir que Luis Ospina me informó que él fue años después a los archivos de Colcultura para buscar si quedaban los originales de la filmación, pero no pudo encontrar nada.)

Pero gracias a él y a Eduardo Carvajal, usando el equipo de filmación de la oficina del publicista Hernán Nicholls lograron capturar la imagen de Andrés apareciendo en un pequeño televisor de color rojo. Esas imágenes estarán siempre presentes en la memoria de quienes tienen interés por su vida y por su obra.

Cómo no sonreír con picardía al oír a Andrés decir que “me parece  que en estos momentos se me hace que la juventud  está optando es por  la música porque para oír la música no se necesita de una aceptación sino que la puede oír en los buses, en las calles, a través de puertas abiertas, en  radios prendidos”. Y continua diciendo que “un libro tan excelente como La vorágine  puede ser  perfectamente reemplazado por las canciones de Héctor Lavoe  o de Ricardo Ray y de Bobby Cruz". Adiós José Eustasio, ¡bienvenida la salsa!  Allí, en vivo, María del Carmen Huerta, también conocida como Andrés Caicedo nos habla antes de que leamos sus palabras.

Dándole otro fuerte abrazo a Juan Gustavo me empiezo a preparar para dejar el espacio lleno de los objetos que más amo. El propietario me ofrece regalarme algunas copias de sus libros y me dice que están en la cocina. Cuando me dirijo al cuarto que sí tiene una estufa y una nevera, pero es en realidad una excéntrica biblioteca, y al decirle que no encuentro el título, él con la mayor tranquilidad me dice que abra una de las alacenas. Así lo hago. Y en vez de encontrar ollas y cacerolas y vasos y platos, son libros los que están listos para servirme.

Tres libros de Juan Gustavo, dedicados a mí, siempre serán atesorados; recuerdos de una mañana lluviosa y soleada, de horas pasadas en un espacio digno de un cuento de Borges, con las sabias palabras de un escritor generoso, recordando a un hermano que confió en él, un joven editor entonces que al conocerlo no solo vio su precoz creatividad sino que también comprendió que su excesiva  impaciencia y tenacidad  mostraban claramente la urgencia de alguien que  sabiendo lo corto que sería su destino deseaba con todas sus fuerzas  poder contar y contar sus maravillosos relatos, escribiendo sin tartamudear.

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