Cuando la palabra decide

Cuando la palabra decide

Lo que los estudiantes responden sobre lo que quieren en la vida

Por: José E. Rubio
agosto 28, 2014
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Cuando la palabra decide
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Hace unos años, cuando me desempeñaba como docente en una institución de validación –un antro de explotación, para ser preciso- tenía por principio destinar un tiempo razonable de la primera clase -en medio de las condiciones pedagógicas extremas que ese tipo de instituciones y metodologías supone- para conversar acerca de las expectativas que cada una de las personas que allí se encontraban tenían con respecto a las clases de español y filosofía que tenía a mi cargo. Solía aclarar, una y otra vez, que fuera cual fuera la respuesta debíamos considerarla y que sin interesar si tenían lugar comentarios como “me interesa pasarla porque es un requisito para graduarme”, no habría inconvenientes; no los censuraría ni me burlaría de ellos, mucho menos me sentiría ofendido y tomaría después represalias, así como ninguna de las otras personas lo haría. Era un primer pacto de confianza, creo.

Las respuestas eran generalmente del tipo “espero aprender ortografía” o bien el sereno “espero pasar y que no leamos mucho”, en otros casos un “no sé, toca verla” o “lo mismo que él” o sencillamente ante la pregunta de si deseaba “pasar” algunos decían que sí y continuábamos con los comentarios de los demás. Las respuestas: oraciones cortas, orbitando en torno al núcleo del discurso dominante que por generaciones ha sido machacado en los cuerpos y conciencias de gentes y gentes para quienes dar razón de algo como sus expectativas al iniciar una clase o, si se quiere ser más general, el para qué estudian, resulta un asunto de pocas palabras. Todas ellas similares y parte ya de nuestro “sentido común”, “estudio para ser alguien en la vida", de aquella interiorización sutil de la estandarización del sentir y el pensar manifiestas en el decir.

Fue mucho el tiempo que vi cómo se repetían las escenas, cómo a veces surgían comentarios distintos, generosos, tan importantes y dicientes como los primeros.

En una ocasión bastante particular, un estudiante decidió no expresar su comentario públicamente, sino que me lo manifestó de manera privada: quería entender lo que los políticos decían cuando iban al barrio; quería entender lo que ellos decían porque empleaban “palabras raras que me faltan en la cabeza”. Tendría unos 15 años, recuerdo que trabajaba en actividades de zapatería, vivía en uno de los barrios más conflictivos de la ciudad y para llamarme me tomaba del brazo o decía: “¡oe, profe!”.

Esa experiencia, como otras tantas, me marcaron de manera indecible. Así como fue mucho el tiempo de ver cómo eran repetidas las respuestas, fue también mucho el tiempo que en las cuatro clases con sesiones de cuatro horas que constituían cada materia, opté por privilegiar un espacio para pensar, dialogar, leer y escribir sobre cuestiones tan aparentemente inocuas como el para qué estudiar o el qué interés distinto al de aprobar una asignatura podría alguien tener en ella. Allí fueron apareciendo para nosotros –en los mejores de los casos-, como una suerte de compañeras de ruta, las ideas de uno y otro pensador así como las del familiar o el amigo, las de la telenovela de moda o las charlas sobre los cuentos de Ribeyro y todo cuanto tuviéramos a nuestro alcance para estar en la búsqueda permanente del sentido, de la valía de cada palabra, de nuestra palabra.

Nos dimos cuenta de que para pensar no era necesario memorizar una inútil biografía de un filósofo o las clases de argumentos o convertirnos en diccionarios ambulantes; mucho menos de que “para ser alguien en la vida” debíamos evitar todos los errores ortográficos o acertar a una pregunta de selección múltiple que para desgracia y vergüenza nuestra define el porvenir educativo de aquel muchacho de un barrio del norte de la ciudad y de muchos otros que, aún contando con más tiempo, no han logrado decir su palabra pues los tienen ocupados repitiendo las de otros, bregando a desaparecerles la existencia, adiestrándolos para rellenar óvalos, tachar opciones, así como cuando se tachan sueños y posibilidades de ser o como cuando se califica con un insuficiente la dignidad humana.

@Jose_Rubio_M

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