Cinefilia personal

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Después de ver tres películas de la cartelera nacional, esto fue lo que encontré:

Por: Tulio Ramos Mancilla
agosto 14, 2014
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El último fin de semana vi tres películas de la actual cartelera nacional, disímiles a más no poder entre sí, y, sin embargo, desarrolladas todas a partir de un elemento transversal que las hermana y completa simultáneamente, al menos en mi conciencia: el magnetismo del poder de persuasión que prepotentemente exudan. Pues aunque no sé de academicismos de cine, sino apenas comprar la boleta en la fila, entiendo lo suficiente para reconocer cuándo no estoy perdiendo el tiempo y, así, intuir cuándo vale la pena que espere a que termine una película empezada; en otras palabras, sé lo que sabe cualquiera que ve todo tipo de filmes sin la limitante del prejuicio.

Ida, la polaca, es una obra algo sobrevalorada, debido tal vez a la escasez magnificadora, o a la presumible novedad, o al específico enfoque femenino del que hace alarde; el punto es que lo bueno que le encontré es lo que no he leído en sus exageradas reseñas laudatorias: te hace permanecer esperando hasta que pase algo definitivo al final, y eso, calculadamente, no llega: el gran éxito de toda historia (la ausencia de ella) según cierta teoría narrativa, el triunfo de la forma sobre el argumento. Igual me pasó con la española Ocho apellidos vascos, cuyos necesarios giros, pasados al tamiz del conflicto regional bien explotado, terminan en el punto inicial, ni más ni menos; en este caso, no ocurre demasiado porque esa esterilidad es como una condición sin la cual no es posible producir la explosión de la risa sin culpa. Quién sabe si es por esto mismo que la comedia se ha pensado como el acabamiento puro, el último estadio, del drama de la vida: “El que ríe, piensa”, escuché por ahí.

El Faro, la película de la Colombia caribeña en la que quería ver a Santa Marta desde el ángulo inverso, desde El Morro, finalmente no defraudó a mis nervios, producidos quizás por aquel sentimiento de inseguridad que se tiene cuando se ama algo, tanto, que no se soportaría verlo fallar: el trabajo y la creatividad de la gente de uno, que es como uno. Ciertamente no tengo nada que ver con esa producción, pero sí que me interesaba lo en ella narrado, pues soy de esos que creen que la realidad bien puede hacerse una hija del arte. Y la realidad de Santa Marta, la única que conozco, es la única que me interesa en el fondo. El Faro tampoco narra nada que cambie el mundo, y, no obstante, te convence desde el principio de que debes estar ahí para ver ese vacío elocuente, de otra forma perderás una parte de ti mismo, o peor aún: ni siquiera lo conocerás. No sé..., es posible que sea sólo mi caso.

La común capacidad de convencimiento de que hablaba hace un rato la siento, entonces, como la increíble fuerza que puede tener un mecanismo de narración (cinematográfico, literario…) para atar la voluntad de alguien –que incluso podría estar en desacuerdo con lo que le cuentan–, y de esa forma condenarlo a estarse a lo que pase al cabo de lo que ve, lee…, y dejarlo conforme, aunque no suceda “nada”. Es la esfericidad y compactación de que hablaba Vargas Llosa, y lo es en el marco de la llamada “mejor novela” de Flaubert, o sea, aquella en la que lo escrito descaradamente no llega a ninguna parte (¿acaso porque no salió de ninguna parte?), como esta columna, o como una conversación de esas que se tienen en el día a día, que no tienen significado alguno, pero sin las cuales la existencia es una cosa poco menos que incompleta.

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