Canción de un hombre solo
Opinión

Canción de un hombre solo

Por:
octubre 30, 2014
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Entonces es estar tendido en el sofá todo el día, en medio de los libros que nunca has leído, de tazas de café desportilladas, de papelitos con yerba. La televisión repite la misma película y recuerdas la vez que viste a una mujer, forrada en un abrigo de vicuña, escapando de una horda de pintores hambrientos. En el cine la pantalla está en blanco y los vendedores ambulantes ofrecen guanábanas y estampitas de la virgen del Humilladero. Un tipo con el pelo electrificado entra y la identifica entre el público. Se acerca con los ojos desorbitados y una brocha en la mano, pero las luces se apagan y el proyector se enciende, y la mujer se pone a ver la historia de un niño que quería cruzar caminando el océano para que el papa lo declarara santo en vida y a los cinco minutos de haber empezado se da cuenta que está aburrida, así que se levanta y busca a los pintores por las calles polvorientas para que por favor le hagan un retrato con las piernas abiertas, y los busca en la plaza de mercado, en el estadio vacío, en los comedores comunitarios, pero no los encuentra y llega sin saberlo al estanque en donde los desesperados tiran sus centavos para pedir deseos, entonces ella mira su reflejo y se da cuenta que es solo una señora muy vieja que tiene en su mano dos boletas para un concierto de Bertín Osborne.

La imagen no me convence así que lo borro. Un rayo parte el cielo en dos, no es un buen día para lidiar con el tráfico, con los poetas piojosos que deambulan por la calle, con la energía de un jefe adicto a las anfetaminas, con el mal genio de los choferes, con los zapatos cada vez más estrechos, así que mejor es alargar la mano y poner una canción y que esta suene una y otra vez hasta que el gramófono deje de girar.

En alguna parte un niño llora desconsoladamente, seguramente nadie le ha dado el biberón, lo han dejado solo y limpio hasta que llegue la noche. Todas las niñeras han muerto. En el Sur ya no se paga con lentejas, aunque los negros todavía recogen el algodón para que las chicas bien puedan lucir sus trenzas de colores. El niño tiene cinco meses y ya se levanta, a veces incluso va hasta el supermercado y compra revistas para adultos. La tecnología le ha impuesto un nuevo reto: ser el primero y es por eso que, aunque no hable ni sepa leer, pasa con sus manitas de felpa la revista en donde desde el tiempo coagulado una muchedumbre de mujeres lo asedian, y por eso tal vez se asusta y por eso tal vez llora y corre con sus pasitos cortos hasta debajo de la cama y se desahoga tranquilo esperando que mami llegue en uno de esos barcos que atracan al atardecer, que lo tome en sus brazos y le cante al oído alguna de esas canciones apocalípticas de Leonard Cohen que tanto le gustan.

Le subo a la música y el llanto se borra. Las gotas, como escupitajos de borracho, golpean las plantas del balcón. La ventana está abierta y el agua entra y moja todas esas monas del Mundial que nunca pegué. Trato de arrastrarme como si mis piernas hubieran sido quemadas por el Napalm que cayó en Marquetalia pero no puedo moverme, de un momento a otro soy una llaga encendida en llamas, un grito que no se apaga, un dolor que no mitiga y para poder respirar y ser otra vez el hombre tendido en el sofá me relajo un poco, trago el humo y vuelvo a ser yo y mi inmovilidad.

Afuera los amantes se resguardan del granizo entre los resquicios de los edificios, temerosos de ser descubiertos por la policía, se toman con sigilo la mano y se miran con ganas de decirse todas esas cosas que no se pueden decir. Una viejita se les acerca, les dice que no muy lejos de allí hay un cementerio de marcianos. A la chica se le encienden los ojos, le gustan los panteones. Lleva años pasando sus tardes en necrópolis abandonadas, pegando el oído al mármol frío, queriendo ver si en otras regiones de la Vía Láctea los muertos también pueden conversar mientras toman el té. La viejita muestra con sus dedos reumáticos lo minúsculas que son las tumbas de los marcianos, los invita a seguirla y, cuando ellos tratan de dar un paso, ven que la viejita ha sido borrada por la lluvia de hielo. No hay nada más para ver afuera, solo un tapete blanco salpicado de sangre y una pandilla de policías rompiendo las vidrieras de los comerciantes judíos que aún quedan en la ciudad.

Con dificultad me he arrastrado al balcón. Allí está el cerro, el sagrado corazón se agazapa entre la iglesia que está en la cima. Los feligreses suben sufriendo, llevan en sus medias fríjoles sancochados. El señor solo sabe de torturas. Tres nubes de metal tapan el cielo y tiemblan con el aullido final. Todos saben que es de ese ruido donde viene el movimiento que sacude la tierra. Son los aviones que se acercan, son los aviones que vomitarán bombas, es el rugido del apocalipsis que antecede al silencio de tu ausencia.

 

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