Banderillas a los antitaurinos
Opinión

Banderillas a los antitaurinos

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diciembre 25, 2014
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Nunca me gustaron las corridas de toros. La verdad, ver morir a un animal en un ruedo, ver  un caballo arrastrando sus tripas en la arena y una multitud borracha pidiendo las orejas de la bestia como trofeo me parece demasiado para una tarde de domingo. Lo que si me gustó siempre fue Muerte en la tarde de Hemingway, un libro en donde se mostraba al detalle todo lo que puede encerrar el enfrentamiento de Teseo contra el Minotauro. El autor de Fiesta recalca algo que muchos antitaurinos, en su afán de estar a la moda ignoran: el toro de lidia no existiría sin la tauromaquia, se hubiera extinguido hace muchos años.

El toro de lidia no es un bovino cualquiera, es un animal que lleva en su sangre el instinto del combate, una capacidad ofensiva para el ataque sistemático contra todo lo que pueda presentarse como una amenaza o intromisión a su territorio. Según los entendidos, los toros de lidia son los únicos animales que a la hora del combate no desarrollan las hormonas del miedo sino que queman algo parecido a las endorfinas. Así suene un poco extraño, en esta época de desprecio al ser humano y amor loco hacia los animales, el toro en el ruedo siente placer simple y llanamente porque es consecuente con su instinto.

Claro, para mi gusto es bastante fuerte emborracharme con una bota mientras veo a un hermoso animal respirar sangre, pero no puedo ser hipócrita; como tantos otros disfruto de un buen plato de carne asada. Mis 130 kilos atestiguan el fervor que tengo hacia los animales, sobre todo cuando están cocinados. Ya quisieran esas reces que engullo a diario haber tenido los cuidados con los que se cría a un toro de lidia. De una camada de cincuenta que se crían por lo general mueren cinco en el ruedo, el resto envejece en las confortables haciendas en donde se les ha criado con paciencia y amor. En cambio, toda esa carne con los que los antitaurinos hacen sus asados después de ir a escuchar una horrenda poesía en La Santamaría, son pedacitos de una vaca que ha sido muerta a traición, con un garrote en la cabeza; una muerte lenta y atroz por la cual nadie llora y sí todos comen.

Después del pantagruélico festín, los antitaurinos maldicen a sus enemigos acérrimos: los toreros. Bendicen el pitón de la bestia que infectó de hepatitis a César Rincón y celebran el día en que Avispado mató a Paquirri.

Muchos años antes de que esta fiebre bienpensante azotara los corazones de los queridos antitaurinos, el torero representaba la valentía, la lucha eterna que ha sostenido el hombre contra la bestia. Además era considerado un artista. Romero de Torres era un invitado frecuente a las tertulias que sostenían en los cafés madrileños la generación del 98 en las que se destacaba Ramón Gómez de la Serna, el gran inventor de las greguerías. Juan Belmonte, quien revolucionaría en la década del 20 el arte de torear, era un amigo de borracheras de Valle Inclán y el poeta Gerardo Diego escribiría la célebre Oda a Belmonte; Luis Miguel Dominguín se casaría con la célebre actriz italiana Lucía Bosé y en su casa parrandeaban, entre otros, Picasso y Vittorio de Sica.

Ahora el movimiento Antitaurino, integrado en su mayoría por fervorosos y consecuentes activistas de Facebook y Twitter, sueñan con llenarle la espalda al torero de banderillas y romperle el espinazo con una espada.

No sabemos desde que punto de la conversación ellos devastaron bosques y crearon trochas para llegar a la altura moral desde la cual disparan como  francotiradores. Ellos poseen la verdad absoluta y partiendo de allí pueden decir por ejemplo que la gente que llenaba Cañaveralejo, La Macarena o La Santamaría es una partida de ignorantes adictos a la sangre y a la tortura. Que yo sepa los dos hechos más terribles que han sucedido en La Macarena fueron el 30 de marzo de 1948, cuando una multitud, enloquecida por el mal comportamiento del toro, decidió linchar al animal preconizando lo que sucedería una semana después con el cuerpo de Juan Roa Sierra y el otro fue en 1956 cuando en una feroz represalia, el dictador Rojas Pinilla, vengó a los que se habían atrevido a abuchear a su hija María Eugenia una semana antes. Nunca se precisó el número de muertos.

Pero pensar en que pueden haber incidentes en una corrida de toros es un exabrupto. En el fútbol no se mata a ningún animal, pero por lo general, en fecha de clásicos, ocurren sangrientos y en ocasiones mortales enfrentamientos entre barras rivales.

Antes de que los antitaurinos declaren ilegal las corridas voy a ir a una, al menos para conocer a un toro de lidia siendo fiel a su instinto. Cuando las plazas se cierren y las haciendas se clausuren, el toro negro, grande y musculoso, el toro que viene siendo honrado en una plaza desde el fecundo siglo de las luces y que su combate ha sido pintado por Francis Bacon y Zuloaga,  cantado por Lorca y Rafael Alberti y  filmado por Abel Gance u Orson Welles, se extinguirá para siempre.

Para ese entonces los antitaurinos ya no se llamarán así y estarán luchando, en su desocupe eterno,  porque el gusano de seda no trabaje tanto.

Fecha de publicación original: 16 enero de 2014

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