Ahora, imaginemos la paz
Opinión

Ahora, imaginemos la paz

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diciembre 08, 2014
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Todo cambió el día que el mismísimo Señor Mercado llegó a la parcela. Esta tierra es mía, le dijo a mi padre, vea el papel, lea. No sé leer, señor… yo hace quince años vivo acá con mi familia, toda esta tierra la limpió mi machete para poder sembrar nuestro alimento. Puede decirme patrón, si se queda y me trabaja sembrando pasto para el ganado. ¿Y qué comeremos? Lo que compre con el salario que le pagará la empresa; si no, váyase, esta tierra no es su propiedad. ¿Y para dónde nos vamos a ir, si este es nuestro hogar? Por eso le digo.

Recuerdo la mirada de mi padre esa noche, temblando con la luz de la vela que tenuemente iluminaba el rancho, entre la rabia y el temor. De un momento para otro era un peón; de un momento para otro, lo único que tenía, después de haber poseído todo lo que necesitaba, era un patrón.

También viene a mi mente la mirada de mi hermana mayor. Ella nació cuando nuestros padres llegaron a esta tierra, dizque huyendo de otras sombras. Esperanza.

Su mirada irradiaba más fuego que la vela. Me acuerdo porque sentí el quemón. Supe que cavilaba sobre lo que sería su vida “en la nueva situación”. Ya los muchachos del patrón, cuando unas semanas atrás habían venido a anunciar con sus fierros y un par de policías la llegada del nuevo orden, le habían puesto los ojos encima. Con su ardor, ella se iba como yendo, ella y su mirada se iban como yendo. Al día siguiente se enmontó, sin llevarse nada, se nos perdió Esperanza.

Tiempo después la gente rumoraba que en la cuadrilla que operaba en la región, la misma que durante nuestros años de infancia vimos y vimos pasar por la parcela cuando subían secuestrados al monte, combatía una guerrillera cuya mirada quemaba.

Cuando cumplí los dieciocho, el Estado me informó que yo ya no era un niño, sino un soldado de la patria. Aunque para mi nada dejaba de ser un juego. Aprendí a disparar, a formar y a marchar. Todo muy útil. Me llevaron lejos, y me impusieron el deber de dar mi vida, si era el caso, para proteger “la institucionalidad”, o sea el papelito que el Señor Mercado le había sacado en cara a mi padre años atrás.

Un océano de pasto absorbió la parcela. Mi padre abandonó el rancho y, como pudo, compró una pieza en el pueblo, al pie de la carretera, para él y mi madre. Aprendieron a votar, una y otra vez, por los mismos políticos que se habían robado, una y otra vez, el acueducto y las calles del pueblo.

También aprendieron a ver televisión. La tarde que por fin regresé de la guerra, me contaron que les tocó vender la gallina para poder comprar Caldo Maggi.

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