“A vivir en Canadá”
Opinión

“A vivir en Canadá”

El improbable triunfo de Trump ha calmado el temor de los canadienses, pero se percibe la preocupación de que el extremismo xénofobo pueda renacer bajo otro disfraz y otro peluquín

Por:
octubre 24, 2016
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Aunque la mayoría de encuestas excluyen el triunfo de Donald Trump cualquier sorpresa puede traer el 8 de noviembre próximo. No son solamente los vecinos del sur, los mexicanos, sino los del norte, los canadienses, quienes tiemblan de cara a un cambio repentino de opinión en Estados Unidos.

Descartado un triunfo de Trump, se percibe no obstante en Canadá la preocupación de que el extremismo se haya apoderado del Partido Republicano y la semilla de la intolerancia haya quedado plantada dentro de esta colectividad. A México le promete Trump un muro —sufragado por Estados Unidos para que sea reembolsado posteriormente por México, según las declaraciones más recientes— pero el mundo no ha reparado en otra lindeza: otro muro vendría bien para separar a su país de Canadá. Trump no lo advierte factible porque sería cuatro veces más largo que el de la frontera sur. Es problema de materiales y longitud.

Nafta es la fuente de la gran mayoría de males económicos estadounidenses. Porque tanto México como Canadá se empeñaron en destruir los pilares de la economía más fuerte del mundo. La asociación transpacífica [Trans-Pacific Partnership] de la cual hace parte Canadá al lado de países como Chile y México [no Colombia porque desde hace varios años la actual canciller resolvió que el Océano Pacífico era irrelevante y recomendó el cierre de las relaciones diplomáticas colombo-australianas] debe seguir, si lo quiere, pero sin Estados Unidos.

Canadá, con Reino Unido, es la contraparte de la relación extraespecial que Estados Unidos haya mantenido cuidadosamente con otro país. Se trata del vínculo complejo de dos naciones cuya semejanza étnica y lingüística fue apenas interrumpida por Quebec, el pedazo francófono cuya soberanía inflamó desde un balcón de la alcaldía de Montreal en 1967 el general Charles de Gaulle con su grito: “Viva Quebec libre”.  Ambos son hoy países multiétnicos y bilingües que vuelan alto por fuera de los esquemas irreales del candidato republicano.

 

 

Los dicterios de Trump contra la diversidad cultural, social, sexual y étnica
vienen provocando repulsión abierta en una nación
que es un crisol humano en todos los sentidos

 

 

Los dicterios de Trump contra la diversidad cultural, social, sexual y étnica vienen provocando repulsión abierta en una nación que, desde la provincia de Columbia Británica hasta la de Terranova y Labrador es un crisol humano en todos los sentidos. En Vancouver coexisten intactas, por ejemplo, numerosas etnias asiáticas pero se  abre paso en forma simultánea aquella raza cósmica que predijo el mexicano José Vasconcelos. Y al otro lado del país, en Montreal,  se consolida uno de los emporios de diversidad más prolíficos del mundo.

“Hora de irme a vivir en Canadá” se escucha desde tiempos inmemoriales en Estados Unidos. Al iniciarse la guerra en Vietnam, durante los ataques al World Trade Center en Nueva York y cuando quiera crece la percepción de que se han cruzado las líneas de país confortable y vivible, el estadounidense huye mentalmente hacia el vecino del norte. Al buen sombrero como es jocosamente llamado.

Con la perspectiva de Trump presidente desvanecida paulatinamente se ha calmado el temor de invasión desde el sur. En Montreal, cosmopolita hasta los tuétanos, la figura del candidato republicano alcanza niveles extremos de caricatura risible. Pero —ciudad de instituciones óptimas de educación superior y prácticas profesionales de punta— parece haberse enquistado la inquietud en la existencia de un irresponsable extremismo xenófobo que podría renacer más adelante bajo otro disfraz y otro peluquín, derrotado Trump este 8 de noviembre.

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“Desde que denuncié lo que se nos venía con el tema de Nicaragua y San Andrés, los espacios se cerraron” [entrevista de María Isabel Rueda a Noemí Sanín, El Tiempo, octubre 24, 2016].  La acción de la actual Ministra de Relaciones Exteriores ha sido tan certera como desembozada: visitas, por ejemplo, de subalternos suyos a medios con el fin de esparcir sobre sus críticos calumnias silenciadoras que se enmarcan dentro del Código Penal. En mi caso, se me pregunta con frecuencia la razón de mi supuesta acerbidad hacia esta funcionaria. Una y otra vez respondo: es simple apego a mi libertad de opinión y a la integridad territorial del país, sobre cuyas pérdidas y violaciones se encuentra en deuda histórica esta burócrata de profesión. Mientras tanto, feliz sigue la vida  lejos de sus diminutos mundillos: ¡c´est tout!

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